El cine de Mia Hansen-Løve está poblado de resistentes, de personajes que despliegan sus mejores cualidades ante adversidades que no por comunes son menos “desafiantes”, como rupturas amorosas y enfermedades o suicidios de familiares y seres queridos. La última de sus luchadoras es Nathalie Chazeaux (Isabelle Huppert) en El porvenir; la actriz hace suya la pantalla encarnando a una mujer sólida pero no idealizada, una figura creíble con una vida rica y no dependiente.
Nathalie es una profesora de filosofía, casada con otro profesor de la misma asignatura, con dos hijos no problemáticos y una madre que sí lo es y que busca llamar permanente su atención. Fuerte, libre y muy centrada en su profesión, ve cómo, alcanzada la madurez y de forma relativamente repentina, casi todo por lo que había luchado se tambalea o cae: cada vez es más difícil publicar sus libros y dar clase, su marido la engaña, algún alumno en el que se había volcado le sorprende tomando como referente a Slavoj Zizek y reprochándola veladamente que su implicación con la filosofía no se refleje, supuestamente, en sus maneras de vivir… y además, su madre, de la que tuvo que estar años pendiente, fallece. Le deja como herencia, eso sí, a una gata negra que en la película adquiere cierto valor simbólico en torno a la relación de Nathalie consigo misma y con los cambios que se suceden en su vida: cuando tiene a la gata la rechaza, cuando se escapa la busca con ardor, y cuando regresa, la deja marchar.
Esa sucesión de vaivenes emocionales los encara Huppert con una fortaleza que se intuye más externa que interna pero que, aún así, no deja de ser la traducción de una enorme madurez: la de la actriz, la de la película y la del argumento. Los asomos de llanto quedan en elipsis, la verborrea emocional no existe, y el espectador avezado tiene que aguzar la vista para encontrar el sufrimiento, y el esfuerzo por superarlo, en miradas rápidas, en pasos más lentos o más enérgicos, en gestos de tensión…que no hacen ruido. Llamativamente, las mayores discusiones del matrimonio ya acabado tienen más que ver con los libros que se queda cada uno que con cuestiones sentimentales con las que ninguno de los dos comercia.
El resultado es una Nathalie increíblemente independiente y una película depurada en la que se abordan más temas de lo que parece con esa misma, y elegante, ligereza: las reglas no escritas del microcosmos familiar, sobre todo de las relaciones entre padres e hijos cuando, llegado a un punto, los roles de exigencia y cuidado se invierten; las dificultades de una educación efectiva, la coherencia con las propias ideas, la importancia de aprender a estar solo…
Aunque quizá el meollo de la propuesta de Hansen-Løve resida en el título de la película, que atendiendo al argumento y a su desenlace puede tener una doble lectura: la, hasta cierto punto, amarga, de que el porvenir quizá no sea ese que damos por hecho; la esperanzada, de que, aún no siéndolo, puede traer momentos que merezcan la pena.