Mi padre se muere… Este es el acontecimiento. Todo lo demás ocurre con ese telón de fondo.
El jardinero es el padre de Georgui Gospodinov; la muerte, su destino inevitable a causa del cáncer; y El jardinero y la muerte, uno de las novelas de duelo más valiosas y sencillas que hemos podido leer este año, o puede que siempre.
Adelanta este escritor búlgaro, quizá el que ha alcanzado mayor proyección internacional entre los que continúan trabajando en su país, que en el desenlace de su historia el protagonista muere y que el fallecimiento, en realidad, ocurre más bien hacia la mitad de su libro y no más tarde. No importa, por tanto, el fin de la trama, sino la reflexión sobre todo lo que ocurrió antes, en la larga decadencia física conllevada al viejo estilo (minimizando la queja, con el lema continuo No hay nada que temer) y en la infancia y juventud de Gospodinov: su padre les legó, a él y a su hermano, fundamentalmente historias -sólo ellas sobreviven- y un jardín.
Los relatos de Gospodinov son extraordinarios y cotidianos a un tiempo: las experiencias de esta familia no distarán demasiado de las que podrían rememorar otras en su misma época y su mismo lugar; lo que las hace peculiares es el tono que el autor sabe encontrar a la hora de trasladarlas: triste y luminoso a la vez. Como si estuviera seguro de que no queda otra que resignarse y defendiera, asimismo, una manera de hacerlo que contenga belleza y no sólo pena.
Su padre (era jardinero, ahora es jardín, como señala una de las frases más subrayadas del libro) cultivó, hasta que le fue imposible, uno en el que había de todo, de hortalizas a flores, y que le exigía desbrozar, fumigar, entutorar… Como para tantos de su generación que trabajaran la tierra, hacerlo no era sólo una ocupación, sino una forma de vida exigente y generosa; no sabía él vivir en pisos donde no pudiera plantar nada, por confortables que fuesen. Y aún más, regar y ver crecer era un modo de comunicarse: El jardín era la voz callada y todo lo que había quedado sin decir. Hablaba a través de él, y sus palabras eran manzanas, cerezas, grandes tomates rojos. Lo primero que hacía cuando yo llegaba era enseñármelo. Cada vez era distinto. Le succionaba las fuerzas a la vez que se las infundía, y no lo abandonaba ni en las mudanzas.
El libro funde el tributo al padre, un hombre sencillo de grandes cualidades, capaz de tomarse lo que le ocurre con sano humor en ocasiones, con las reflexiones sobre la muerte, la vida y los momentos en que la primera empieza a hacerse presente paulatinamente, como el agua que va anegando un barco a partir del que fue un pequeño agujero. Y coloca a los que se quedan ante la cercanía mayor de su propio final, y buscando sentido a que ellos permanezcan y sus más queridos, los únicos que los recordaban como niños, no; cayendo a veces en el pensamiento mágico, leyendo con perplejidad de qué temas llega a ocuparse la prensa y sobre todo reparando en que el tiempo último que pudieron pasar juntos, acompañando el sufrimiento, además de horrible tuvo un lado despiadadamente hermoso.
La mandarina que cojo y que de repente me recuerda que lo último que comió con tanta dificultad, antes de dejar de comer del todo, fue un gajo de esa fruta. La mandarina también ha dejado de ser sólo una mandarina.