El hijo de Saúl, película húngara de László Nemes que podría hacerse con el Óscar a la Mejor película de habla no inglesa, nos coloca durante algo más de una hora y media frente a la mirada perdida y sin luz de Géza Röhrig, que interpreta a una víctima del Holocausto con el “privilegio” de formar parte de los trabajadores de un campo de concentración: su final, por tanto, tardará más en llegar que el del resto, pero él es bien consciente de cuál será y de qué maniobras lo anunciarán. Quizá no haya tortura mayor que la de aquellos judíos obligados a conducir a las duchas de gas a sus compañeros, recoger sus cadáveres, desvalijar sus pertenencias una vez asesinados y esparcir sus cenizas en el río.
La película no nos coloca por completo frente a lo que Saúl ve (resultaría insoportable) pero sí frente al horror que oye; lo que no dejamos de ver, a lo largo de toda la película, es su rostro, que por las circunstancias ha perdido su capacidad expresiva pero que sigue hablando por sí solo del horror que padece, el que tiene frente a él y que no puede expresarse con palabras pero sí a través de la luz (la no luz) de sus ojos.
Seguramente muchos de vosotros conocéis El hombre en busca de sentido, de Víctor Frankl: el sentido que Saúl trata de encontrar en medio de ese asco, o de esa incapacidad de sentir ya, su vía hacia una suerte de vida espiritual precaria, lo encontró en un chico gaseado, del que no llegamos a saber a ciencia cierta si es realmente su hijo, al que trata de enterrar conforme a los ritos judíos, buscando para ello un rabino con todo el ahínco que le permiten sus circunstancias y sin desfallecer hasta el desenlace, profundamente conmovedor.
El hijo de Saúl es otra película más sobre el Holocausto, y la mayoría de las que conocemos han resultado enriquecedoras porque a este asunto siempre le quedan aristas, puntos de vista nuevos que descubrir, pero a diferencia de la mayoría de las anteriores, la obra de László Nemes huye de las lecturas y de las moralejas que nos calmen, de las redenciones, de finales de los que podamos extraer esperanza. El hecho es que las personas podemos llegar a ser alimañas en determinadas circunstancias y lo hemos sido ya, Nemes no lo suaviza y quizá la mejor herramienta contra las intolerancias sea no perder de vista, y que no se nos oculte, esa capacidad nuestra de sembrar el desastre.