En el centro de Buenos Aires, unos muros llenos de graffitis rodean una catedral gótica en ruinas, sin cubierta. En lugar de altar, hay en ella una única mesa (una distinta cada día) y un escenario. Se trata de un lujosísimo restaurante cuyos comensales (casi) nunca repiten y degustan las delicias que prepara el hijo y sobrino de los dueños, dos hermanos mal avenidos que espían a los clientes, tanto en la mesa como en el baño, mientras comentan entre ellos la jugada.
A este lugar no se va a disfrutar de una cena tranquila, se va a darlo todo, a echar el resto y decir lo que siempre se ha callado, sean cuales sean las consecuencias. Así asistimos a la reunión de una familia mal avenida de nuevos ricos gracias a la droga, a las cenas de dos parejas rotas que tratan de unirse y se distancian más, al encuentro de tres amigas que quieren vivir siendo honestas consigo mismas en la última etapa de sus vidas y, finalmente, al de los propios hermanos que manejan el restaurante, dos personalidades muy pagadas de sí mismas distanciadas por un amor que compartieron. A lo largo de la película parece que pueden juzgar a sus invitados como figuras divinas que todo lo ven y todo lo aciertan a interpretar, que se sitúan por encima del bien y del mal, pero finalmente comprendemos que no existía distancia ni jerarquía entre ellos y los demás, que estos eran su espejo.
Esa es la estructura, en capítulos independientes pero relacionados, de El espejo de los otros de Marcos Carnevale, una película de estética poderosa que se sirve de la metáfora de esa catedral ruinosa para contraponer el pasado más o menos feliz de quienes pasan por allí con la miseria de su presente. Con cierta evocación lejana a películas en las que las emociones acumuladas de los personajes se desbordan hasta donde sea necesario, hasta la sinceridad o la violencia (Un dios salvaje, Agosto o Relatos salvajes, esta de articulación similar), esta propuesta contiene momentos de sentimiento y dolor agudos – dispares en su transmisión – y fragmentos de humor muy logrado, esos que apuntan a defectos individuales, de pareja y familiares con los que cualquiera puede identificarse.
El elenco actoral resulta magnífico, destacando Norma Aleandro y Óscar Martínez, y el planteamiento de la obra muy original, aunque el despliegue sentimental llegue en ocasiones al derroche y los gritos alejen a El espejo de los otros del intimismo y dificulten –más en unas cenas que en otras- la empatía. Tenemos la sensación de encontrarnos ante instantes terribles e instantes maravillosos.
Aunque se hubiese agradecido una mayor sencillez en el guión, en las pretensiones y en las tramas de cada historia sentimental, sí es valorable el riesgo de tratar de sumergir al espectador en la experiencia de acompañar a los personajes, de participar de esas últimas cenas.