El contador de cartas, todas las formas de la redención

04/02/2022

El contador de cartas. Paul SchraderEl último personaje perdido de Paul Schrader no había leído un libro entero hasta entrar en la cárcel, una vez allí subió el listón hasta las Meditaciones de Marco Aurelio y, a su salida de prisión, comenzó a preocuparse por las lecturas ajenas. Maniáticamente pulcro y metódico, ha hecho del póquer su modo de vida y su expresión, la que hace suya Oscar Isaac, sugiere falta de ilusión, de ambición y de planes más allá del juego: la conciencia de una derrota y un abandono a la rutina.

Todo cambia cuando un joven (Tye Sheridan) viene a remover su pasado: las torturas a prisioneros en Abu Ghraib tras la guerra de Irak que le llevaron a la cárcel y la impunidad de los responsables últimos de esa violencia, con mucha mejor vida que la suya. Entonces el contador de cartas adquiere, por interposición ajena, un propósito vital: asegurar la educación y la economía de un muchacho que primero sufrió y después perdió a su padre, participante también en los abusos, y también tratar de que olvide su afán vengativo hacia el impulsor de esos martirios (William Dafoe). Cubrir sus necesidades materiales no será demasiado difícil, lograr que pase página sí e implicará revivir literalmente los horrores y volver a empezar. Sin embargo, en el camino, con algo de épico pese a transcurrir entre casinos, encontrará contra todo pronóstico el amor (Tiffany Haddish).

La relativa redención, para el protagonista, llega por dos vías aparentemente poco propicias: mecánicos juegos de cartas que, precisamente por lo automático de sus procedimientos, lo salvan mientras duran del derrumbe y de la culpa y, finalmente, una violencia a la que tiene que regresar por principios y que ejerce también mecánicamente; muchas pistas nos hablan, de inicio a final del filme, de un rechazo extremo a lo sucio.

Pese a la linealidad de la trama y su anclaje en el presente, nada en ella se entiende sin el pasado, que es lastre y explicación del carácter del exsoldado: su personalidad parece ser la equivalencia humana de los no lugares por los que transita, frío y ajeno a casi nada que no sean los pormenores de su partida, una distancia que seguramente hubo de tomar también en Abu Ghraib sumido en el clima sin moral que propició lo terrible. Como es habitual en el cine de Schrader, no conocemos de él más datos que los justos para comprender sus motivaciones; no convierte a sus personajes en arquetipos, pero sí en individuos medianamente intercambiables por otros en sus mismas circunstancias, sin que quepa la anécdota. La individualidad va por dentro y, como nos ocurriría si topáramos con este antiguo convicto en una sala de juego o en un hotel de carretera, no tenemos más que acceso limitado a ella; ni siquiera en su soledad se regala este individuo, torturado igualmente a su manera, la relajación suficiente para despojarse de la máscara, para la calma.

Refuerza esa sensación el trabajo con los ángulos de la cámara: rara vez se modifican, convencido Schrader de que las personas no serán totalmente las mismas si las contemplamos desde otra perspectiva. Nos niega otros enfoques, a la vez que opta por el ángulo más probablemente limpio y fiable, incluso en la complejidad del interior de los casinos; el suyo es el terreno del ascetismo, y la luz y el color solo entran en la película, y en la vida del contador, cuando estrecha relaciones con una comisionista que respeta el riego sin temerlo.

Las rectas son aquí las carreteras adoptadas por los muy abrasados por las curvas.

El contador de cartas. Paul Schrader

 

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