Hoy llega a los cines El club de Pablo Larraín, Oso de Plata en la Berlinale.
Sus integrantes viven envueltos en brumas (no sale el sol en la hora y media que dura esta película) sumidos en una vida plácida a pie de playa. Día a día mantienen una rutina fácil, austera pero no exigente. Se trata de cuatro hombres y una mujer; ella se encarga de las tareas domésticas y de que el resto respete los horarios. Una de sus distracciones es entrenar a un galgo que participa en carreras, pero cuando llega el momento de ver la actuación de su perro permanecen alejados del resto del público. Intuimos que hay algo turbio tras ellos.
Un día, acompañado de un sacerdote, viene a sumarse al club un nuevo miembro. A diferencia del resto, que convive con su pasado sin que éste les despeine, el recién llegado tiene que enfrentarse con sus pecados de bruces nada más llegar a la casa: un joven relata a voces desde la puerta los abusos sexuales a los que le sometió. El resto, que ha olvidado que todos han ido a parar allí por el mismo sucio motivo y no quiere levantar sospechas, le invita a suicidarse facilitándole una pistola, y él cede a la presión. Otra carga más para unas conciencias con manga ancha.
Y en este punto comienzan a desvelársenos con contundencia las personalidades aberrantes de este grupo. Un sacerdote joven encargado de poner orden y convencido de la necesidad de renovar la Iglesia se introduce en la vivienda con el fin de que ésta deje de ser el escenario del retiro placentero de cuatro pedófilos y una mujer con un pasado también nublado y empiece a convertirse en un lugar de penitencia sincera. No se lo ponen nada fácil dado que ninguno ha llegado a arrepentirse seriamente de su conducta pasada; como narcisos sin empatía trabajan interiormente por justificarse e incluso por elogiar, desde una absoluta falta de humildad, no haber repetido sus actos más veces (Yo soy el rey de la represión).
Las entrevistas que el sacerdote recién llegado realiza a cada uno de ellos ofrecen un muestrario de actitudes oscuras que, con la ayuda de enfoques cerrados hasta lo claustrofóbico, llevan al espectador prácticamente a la náusea. El club es sórdida y contundente, no rehúye lo escabroso porque no hay temor a despertar susceptibilidades. Tampoco se plantea, pese a esta dureza, como un filme antieclesial, por reflejar bien marcada esa brecha, no ya entre lo viejo y lo nuevo, que sería reducir la cuestión, sino entre el oscurantismo y la transparencia, la relajación máxima de los principios y la auto exigencia.
Cuando los cinco culpables, incapaces de redimirse, tratan de vengarse, violentamente pero sin mancharse, del joven desfavorecido y hecho polvo por dentro que cuenta frente a su casa los abusos que padeció, tenemos en principio la sensación de que se está forzando el argumento, de que demonizar más a estos seres es ya un exceso. Pero entonces llega el golpe de mano de Larraín al mostrar el comportamiento, este sí coherente con los principios cristianos, del joven cura hacia esta víctima que parece destinada a no dejar nunca de serlo.
La trama es totalmente perturbadora – nadie va a olvidar esta película –, aunque su desenlace sea más o menos canónico desde el punto de vista religioso, no tanto desde el civil.
Más allá del argumento, no debemos pensar que El Club se reduce a abordar la realidad oscura de la pedofilia en el contexto de la Iglesia: esos interrogatorios a cada uno de los delincuentes hablan del olvido como mecanismo de supervivencia y de la peor cara de la condición humana en general (la representada por quien achaca a otros errores propios para sentirse mejor, o por quien se preocupa más por las apariencias que por su propia maldad). También de la más aceptable. Como narrador, Larraín es un maestro.