El capitán o la tragedia de los acomplejados

23/10/2018

De un director del que no esperábamos ningún filme bien cargado de matices psicológicos (Robert Schwentke, al frente de la serie Divergente, Tattoo o Red), nos llegaba hace unas semanas a la cartelera, y es buena noticia que ahí permanezca, una película rara, cargada de acción pero también de temperatura emocional: El capitán, dedicada a la historia (real) de un joven alemán que deserta cuando la II Guerra Mundial está acabando, es perseguido y terriblemente fustigado por su abandono, y, tras el peso de esa terrible experiencia, se convierte en el peor de los verdugos después de encontrar por casualidad, en su escapada, un uniforme de sargento nazi dentro de un coche sin ocupante. El hábito y las vivencias previas hacen entonces al monje, que se prueba inocentemente esa ropa limpia y esos zapatos con suelas sin gastar, se mira en el retrovisor experimentando el poder y la gallardía que nunca tuvo (y no tiene) y se deja llevar por sus instintos y sus complejos.

Con los trazos justos, pero sin negarnos ninguna mirada o detalle que nos ayude a entender, Schwentke nos coloca frente a ese tránsito vital de un muchacho casi adolescente que pasa de sufrir la violencia en su peor cara a ejercerla a mansalva, humillando y valiéndose de inocentes. Los propios responsables del ejército nazi a quienes logra engañar sobre su supuesta influencia -dice actuar por orden directa de Hitler- no dan crédito, en ocasiones, a su total desprecio de la medida, del respeto a una cierta justicia básica. Y parece que hay quien, aún dudando del joven terrible, se aprovecha de sus palabras para sentirse respaldado en sus bajas pasiones y actuar sin reparo contra pobres ladrones de gallinas por hambre. Como lo fue el capitán antes de encontrar el traje que lo convirtió en demonio.

El enorme acierto del director, que es también el eje de la película y la causa de que nos quite el aliento incluso en su desenlace, que podría aliviarnos pero no lo hace, es la humanización de este capitán deshumanizado. Antes de convertirse en una bestia con forma de hombre, este veinteañero era un tipo común, mediocre, castigado por la vida y por sus superiores: nos encontramos ante un cualquiera que, en unas circunstancias, violentísimas, muy determinadas, y sin que medie voluntad ni conciencia, se hace monstruo. Cada paso que da y cada palabra que dice desde que se pone el uniforme ajeno nos merece asco, pero hacia él (hacia todas sus carencias interiores) no podemos experimentar sino lástima. Y la sensación siempre inquietante de que, por esa misma mediocridad que le es muy suya, por ser un absoluto don nadie, ninguno de nosotros  podemos ponernos en su lugar y afirmar con rotundidad que hubiéramos mantenido la cordura. El hundimiento ya generó mucho escepticismo, y controversia, por convertir al gran dictador en persona, mísera, terrible y enajenada, pero no por eso menos persona. Schwentke hace aquí algo parecido con este pequeño Führer: recordarnos que el ser y comportarse como humano apareja la posibilidad de la maravilla y del espanto.

Llama también la atención el director sobre la facilidad de que las llamas prendan: de que la degradación se extienda sin razón aparente entre quienes rodean al corrompido, personas que quizá pensaran que, llegado el momento, podrían poner coto al odio tras dejar que se desatara. O a las humillaciones, las infligidas y las que ellos mismos podían soportar: casi nadie en el entorno del capitán desquiciado fue capaz de mantener su integridad en medio de ese fango, como el mismo protagonista tampoco pudo escapar a la guerra y a la honda pérdida de importancia de la vida mientras duran las batallas. En la medida en que gana la muerte lo hace la impunidad y pierde el sentido de culpa, el autoexamen.

Aunque la película se desarrolle al completo en blanco y negro, no es este un rasgo que le de aroma clásico: es de una enorme modernidad la contundencia en los planteamientos y en la forma de contarlos, sin piedad hacia el horror que llevamos dentro dispuesto a salir a la luz llegado el momento. Los planos, además, se suceden de forma brusca, sin dar pie a transiciones ni sosiego entre unos y otros episodios violentos.

 

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