En el casco antiguo de Salé, una de las medinas más antiguas de Marruecos, ha filmado Maryam Touzani, directora que también ha sido actriz y guionista, una película a medio camino entre lo artesanal y la modernidad, un pasado y un presente en convivencia a veces dulce y, otras veces, tensa. Su primer largometraje, de 2019, fue Adam, filme que subrayaba la delicada situación que atraviesan las madres solteras en su país, los estigmas a los que hacen frente, valiéndose de solo tres personajes para contar una historia sencilla y precisa sobre la necesidad de abandonar prejuicios y las oportunidades que ello ofrece.
En esa misma senda, y también con tres personajes esenciales, ha trabajado en El caftán azul, una obra que celebra el hacer minucioso de la artesanía, el valor dado hace décadas a lo hecho a mano y sin mirar el reloj, a las prendas de materiales valiosos que podían pasar de generación en generación, al tiempo que demanda una apertura de costumbres y, sobre todo, de miradas que posibilite a cada cual vivir conforme a sus principios y sentimientos y donde puedan diluirse, además, fronteras de clase y abusos de autoridad.
Halim (Saleh Bakri) y Mina (Lubna Azabal) componen un matrimonio bien avenido en el que ella parece llevar la voz cantante; también comparten negocio: un taller de caftanes en el que él cose y ella atiende a las clientas. Sabremos que Halim ha heredado la tienda familiar, un local pequeño y poco iluminado donde trabajan casi sin horarios para tratar de responder a una demanda alta: apenas queda ya quien no elabore estos vestidos a máquina y el hombre, experto y afanoso, crea piezas de texturas y bordados muy ricos, cuya sensualidad al tacto se transmite al espectador en primeros planos. Absortos entre telas, se comunican sobre todo con los ojos: los de ella determinados, los de él transparentes.
Paulatinamente y en revelaciones dosificadas -consigue Touzani un manejo de los tiempos cercano a la filigrana al abordar las materias delicadas-, descubriremos que Mina se encuentra gravemente enferma, un asunto del que la pareja habla de forma esquiva: tratamientos pasados no han dado resultado y ella ha optado por no someterse a más, dejando a su mal seguir su curso. Se hace necesario contratar a un aprendiz, y hace su aparición en la trama Youssef (Ayoub Missioui), un joven aplicado, honesto y acostumbrado a ganarse la vida desde niño que comparte con Halim, veremos, una homosexualidad convenientemente reprimida, solo volcada en miradas furtivas (y encuentros, también furtivos, en el hammam) y compatible, en el segundo, con una ternura completa y devota hacia su esposa. Ella, llegado el momento oportuno, sabrá valorar su entrega más allá de la estricta fidelidad, y él también se atreverá a escapar de las tradiciones férreas y las miradas de reprobación (incluso de los compromisos laborales) para concederle su lugar.
La sutileza con la que Halim maneja la aguja, y que es también el sello de su personalidad y sus modos de hablar, mirar o moverse, con elegancia y sin ruido, parece trasponerse a la dirección de Touzani, que se acerca a sus personajes con una finura exquisita y les hace comunicarse infinitamente más mediante expresiones y gestos que a través del guion. Los espacios escasos, casi siempre reducidos y cerrados, en los que filma refuerzan la sensación de clandestinidad en que maestro y pupilo se desenvuelven y también involucran al espectador en la atención al detalle: donde no tiene sentido el grito, tenemos que fijarnos necesariamente en la mirada.
Los tres protagonistas arrastran, además, tragedias propias (la enfermedad en Mina, la orfandad de madre y el rechazo paterno en Halim, la pobreza temprana en Youssef) y han podido encontrar en la mejor cara de lo antiguo, el trabajo lento con la materia delicada, una ocasión para la alegría y para la sublimación de lo cotidiano.