Casualmente o no (probablemente tendrá relación con el contexto político), coinciden en los cines dos películas que recrean, con cierto tono patriótico no exacerbado, el sufrimiento que la II Guerra Mundial causó en el Reino Unido, desde dos puntos de vista: el de quienes padecieron los bombardeos en Londres (Su mejor historia) y el de los que los sufrieron en el continente, esperando – y desesperando- hasta ser evacuados a su país desde el otro lado del Canal de la Mancha (Dunkerque).
Si en la primera película el episodio terrible de Dunkerque aparece como telón de fondo en el proceso de rodaje de otro filme (cine dentro del cine), en la obra de Christopher Nolan -vamos a arriesgarnos a decir ya que quizá sea lo mejor que nos ha ofrecido hasta ahora- la agonía de los decenas de miles de soldados británicos esperando regresar a su país se nos muestra con efectividad pero sin efectismos, con emoción pero contenida, y sobre todo con mucha empatía hacia esas generaciones de jóvenes expuestos a una tensión que parece inimaginable pero que el director ha logrado acercarnos con una precisión terrible y trepidante: la de ver su tierra a la vista y no poder nunca llegar a ella por los continuos ataques alemanes a sus barcos.
De la voluntad de Nolan de no hacer de Dunkerque un relato bélico de enfrentamiento nos habla el hecho de que no veamos nunca el rostro de un alemán: la cámara se centra en enseñarnos las facciones, entre el anhelo y el cansancio infinito, del ejército inglés sometido a la incertidumbre de si morirán antes de volver a su país, y también las caras más idealistas de un padre (Mark Rylance, el genial escéptico de El puente de los espías), un hijo y un amigo de este que, imbuidos de patriotismo y ganas de ayudar, parten al mar con su embarcación familiar para rescatar a todo el que puedan.
Esa era su situación desesperada inmediata, pero conviene recordar, y en Dunkerque se hace muy presente, que la situación no pintaba mejor a largo plazo: la evacuación pretendida era la de soldados perdedores de una durísima batalla que regresaban a su país para, quizá, hacer frente después a un hipotético desembarco alemán en el Reino Unido que, en la primavera de 1940, no parecía en absoluto descabellado.
Nolan logra mantenernos en un suspenso constante dejando los diálogos hasta cierto punto a un lado y llevando nuestra atención a ojos y gestos, haciendo de ellos los canales expresivos de un infierno. Le ayudan mucho y bien en la tarea las grises imágenes de una playa que parece el fin del mundo gracias a la fotografía de Van Hoytema y una banda sonora, perfectamente adaptada en sus golpes de fuerza a los momentos de tensión, a cargo de Hans Zimmer.
Dunkerque es una película grande por dentro y por fuera, porque sabe conjugar épica e intimismo, y también es un elogio a las valentías anónimas de soldados y civiles. Lo tiene todo para convertirse en clásico, también ese toque de cándido elogio al sacrificio patriótico o ético acentuado en el desenlace.