Algo tienen los ambientes turbios para que, desde la distancia de la pantalla, los olamos y nos parezcan oscuros antes de verlos en conjunto o de que un gesto nos empiece a anticipar sordidez: Desde allá comienza mostrándonos la nuca de Alfredo Castro en las calles de Caracas, y sin necesidad de que se nos desvele su cara (y que podamos asociarla a cualquier depravación al acordarnos de El club de Larraín), o de que descubramos que va detrás de jovencitos con un fajo de billetes en el bolsillo, anticipamos que él no es inocente, aunque por sus ropas transmita más respeto que la media o cualquiera en ese ambiente pueda parecer más delincuente que él.
Sea por las zonas de desenfoque, por el cielo gris casi constante o la banda sonora de ruidos desordenados de una ciudad (no de ciudad grande, sino de ciudad caótica), Lorenzo Vigas consigue que pensemos que algo perverso va a tener lugar, y que, aunque esa historia merezca la película, no tiene nada de singular y es una de tantas en una jungla urbana brutalizada en la que la heroicidad es seguir adelante sin envilecerse demasiado.
Más sordidez: cuando no persigue jovencitos, el personaje de Alfredo Castro fabrica dentaduras postizas, que se nos enseñan en primer plano. Pero cuando sí los persigue, se conforma con mirar y no tocar. Un día se lleva a casa a un muchacho delincuente (Luis Silva) que busca dinero pero no está dispuesto a dejarse mirar, y lo consigue: pega al hombre maduro y lo roba, además de insultarlo a cuenta de una homosexualidad que Alfredo-Armando no está dispuesto a aceptar(se). Ese episodio violento da comienzo a una relación entre los dos, también violenta y con intenciones interesadas por ambas partes, partes amargadas, que, sin embargo, depara momentos -breves- de placidez y hasta de belleza dentro del magma oscuro que es la personalidad de cada uno, su historia común y el entorno en que se desarrolla.
Las tornas se invierten cuando el acercamiento entre ambos puede culminar: Elder (Luis Silva) busca el cariño de Armando como única persona que no lo ha tratado como ser primario y violento, al menos no constantemente, y aquel, después de perseguirlo, quiere alejarse antes de alcanzar intimidad y de tener que reconocer una homosexualidad que quizá no puede soportar y que en la calle se reprime.
El desenlace es lo bastante potente como para hacernos salir del cine noqueados, y ese estado en que nos deja, y las atmósferas de la película (además de la buena interpretación de los dos protagonistas, porque en el fondo, nadie más importa en esta obra) son probablemente lo mejor de Desde allá (León de Oro en la Mostra, no lo habíamos dicho). El enfoque de la historia es frío, distanciado, y quizá por eso no llega a emocionar, a lograr la empatía, pero no deja de estar a tono con ese marco social en el que los personajes se desenvuelven, haciendo al espectador partícipe de su crudeza.