Hace un tiempo hablamos en esta sección de John Coltrane y su A Love Supreme; tras alumbrarlo, su obra se hizo más experimental y perdió a buena parte de su público. Tres meses después de su muerte, en 1967 y a causa de un cáncer de hígado, Down Beat proclamaba la muerte del jazz “tal como lo hemos conocido”.
Pero cuando este se disipó como corriente de sacralización musical, tomó en ese sentido su relevo otro género que empezaba a desarrollar aspiraciones similares: el rock, que salía de Tin Pan Alley, el colectivo de compositores y productores neoyorquinos que dominó durante décadas la música popular estadounidense, para adentrarse en territorios más complejos. Si en los cincuenta quedó al frente de una revolución social y cultural, a comienzos de los sesenta esta corriente estaba dominada por representantes, empresarios y compañías de discos cuya mayor ambición era el dinero (y deprisa). La cruda energía de sus primeros tiempos evolucionaría, así, hacia un estilo menos duro y desafiante.
Era 1956 cuando Elvis cantaba Heartbreak Hotel como si él mismo fuera el protagonista de esta historia; seis años después hacía lo propio con Good Luck Charm como si fuera prácticamente un cantante melódico acompañado de una banda de Nashville y, en 1965, producía el para nadie contraindicado y muy saludable If Everyday Was Like Christmas.
La aparición de The Beatles en 1962-1963 no transformaría demasiado, al inicio, ese panorama general. Las letras de sus primeros éxitos (Love Me Do, Please Please Me, She Loves You) continuaban arraigadas en la tradición de canciones poco arriesgadas sobre los altibajos de los amores juveniles; más osados eran los grupos que no compartieron con ellos la higienización promovida por Brian Epstein para que los británicos se mantuvieran ligados al blues de pasado afroamericano que los inspiró en sus comienzos (cortes de pelo y vestimenta idénticos, relaciones públicas…). Los Bluesbreakers, The Animals, los Rolling o los Yardbirds sí conservaron la intensidad y dureza de los principios del rock; como anécdota, cuando el representante de los Rolling les compró trajes de tres piezas, se los pusieron un par de veces, en la televisión y en una sesión fotográfica, y después los tiraron a la basura.
Irónicamente, serían los grupos ingleses de blues los que abrieron mercado a los músicos afroamericanos en su propio país, acostumbrando al gusto del público americano a canciones de repertorio como The House of The Rising Sun, de The Animals o I Just Wanna Make Love To You, de los Rolling. Pese a su éxito comercial, los grupos que se nutrían del blues consiguieron mantener una imagen de integridad e independencia al servirse de la música para lograr algo más que prestigio o dinero: cuando los mejores entre ellos ganaron confianza, se olvidaron de imitaciones serviles y buscaron su propia voz.
Si comparamos el Crossroads de Robert Johnson (1936) con la versión de Cream, el grupo compuesto por Eric Clapton, Ginger Baker y Jack Bruce, interpretada en el Albert Hall en 2005, comprobaremos hasta qué punto puede abordarse de formas diferentes un mismo material. Clapton, aún hoy el más importante intérprete vivo de guitarra eléctrica, ejerció casi de personificación de la estética romántica: su pose clásica, de espaldas al público y con la cabeza inclinada sobre el instrumento, recuerda a un suplicante conectado a su interioridad, a su musa o a su demonio, decía Dave Marsh. Hay quien considera el conjunto de la carrera de mano lenta como la búsqueda de un modo en el que expresar las grandes emociones (miedo, ira, soledad) de forma personal y plausible; es más, sus propias adicciones, su pérdida de fe, sus amores no correspondidos o la muerte de su hijo, que centraron Layla o Tears in Heaven, lo situaron aún más en esa categoría romántica. Muchos de sus seguidores, desde los sesenta, han llegado a referirse a él como Dios.
Y a mediados de esa misma década, mientras Clapton y otros hombres del blues esculpían su medio expresivo, Dylan hacía sus propias contribuciones, bien distintas pero poderosas, a la sacralización de la música popular. Mostró que era posible combinar música, poesía e interpretación para generar una forma de arte que era más que la suma de sus partes: sus canciones protesta ganaron perdurabilidad justo cuando dejó atrás la política de forma más manifiesta o explícita y, desde 1965, su público creció: adoptó la guitarra eléctrica y se rodeó de una banda de rock completa. La fusión de letras a recordar y ritmo rock, junto a su carisma personal, lo lograron todo y hoy continúa entreteniendo, elevando y, en algún caso, parece que también redimiendo.
Su producción, como la de Coltrane, ha sido espiritual aunque no rozara la religión, y su estética también puede considerarse como romántica en esencia. Además, también ha inspirado a muchos autores de música popular para convertirse en artífices de sus propias canciones. A los grupos que interpretan sus versiones de canciones ajenas se les ha llamado cover bands y aquella diferencia terminó por distinguir el pop (hedonista o superficial) del rock (comprometido, al menos consigo mismo, expresivo y, en la mayor parte de los casos, más profundo).
En definitiva, Dylan tendría un papel fundamental a la hora de elevar la mirada de los autores de música popular del beneficio al infinito; él mismo afirmó en 1986 la muerte de Tin Pan Alley, por su obra y gracia.
Incluso cuando abrazó la guitarra eléctrica no se despegó de sus raíces, pues como adolescente ya era un loco del rock; después pasó al blues y al folk. A los Beatles los conoció en 1964, durante la segunda gira de estos por Estados Unidos; fruto de ese encuentro, o de la droga que en él se consumió, al menos McCartney vivió una epifanía: Aquella noche me descubrió el significado de la vida.
El carácter de la música de los de Abbey Road también cambió entonces; ya no componían para la diversión, para disipar tristezas, sino que volvieron a hacer del género una música ensimismada, apta para hablar de intimidad, de descontento político o de espiritualidad. Ya no se invitaba al público a bailar, sino a escuchar en silencio. Poco tiene que ver Rubber Soul (1965) con el Yeah! Yeah! Yeah! de She loves you (1963).
Es posible que, cuando Lennon fue asesinado en 1980, la sacralización del rock avanzara un poco más.