Un maduro escritor argentino, Daniel Mantovani, gana el Nobel. Agradece el reconocimiento pero le preocupa, porque lo convierte en “lo instituido” y porque este tipo de premios parece que dan por zanjada una carrera. Es sincero al reconocerlo en su discurso, por eso los aplausos, que finalmente llegan, se hacen esperar unos minutos en los que todos parecen encontrarse incómodos salvo él.
Cancela la mayor parte de los actos y homenajes creados para agasajarlo, porque su rechazo al peloteo y al lado absurdo de la vida social es real y no impostado, pero cuando recibe la invitación de ofrecer unas charlas en su pueblo, Salas, que ha sido su gran inspiración pero que no visita desde adolescente, decide acudir.
Y lo que él y nosotros encontramos allí (es su pueblo, pero podía ser el nuestro, o nuestra ciudad) efectivamente da para escribir muchos libros y tiene un fondo claramente trágico, aunque los directores de Ciudadano ilustre, Duprat y Cohn, hayan elegido con mucho acierto mostrárnoslo desde un humor descarnado y original, el ingrediente clave para hacer de esta una película brillante.
El Ciudadano ilustre es recibido en Salas con honores y paseado por el pueblo en un camión de bomberos junto a la reina de la belleza, pero a su marcha tiene que escapar corriendo entre disparos. Es lo que tiene mantener una cierta independencia, no aceptar amaños en un concurso del que es jurado, no acudir a comer a casa de gente que no conoces y no escribir “cosas lindas”. La combinación en el personaje de Óscar Martínez de éxito y personalidad propia lo convierten casi en un muñeco de vudú para los que fueron sus vecinos (con alguna excepción, como la de ese entrañable matrimonio que sale de su casa para ofrecerle una bebida caliente sin mediar palabra, sin crear con él una relación innecesaria).
Hay muchas vergüenzas destapadas en Ciudadano ilustre: la ignorancia, la pleitesía ridícula con la que algunos tratan a una persona conocida, como si fuera una reencarnación del Rey Sol, y buscan entablar relación con ella como sea para alimentar el ego; la envidia, la no aceptación de que alguien pueda no hablar bien del lugar donde nació, el espíritu cursi, la hipocresía de quienes hablan una y otra vez de lo mucho que aman la cultura mientras fomentan la mediocridad a sabiendas, nuestro cansancio de todo cuando deja de ser novedad… y más. Vedla para comprobarlo, pero creemos que en lo que encuentra en Salas hay más documento que caricatura. Y pese a ello, o seguramente por eso, Salas vuelve a convertirse en su inspiración, en su tabla salvavidas en una etapa de sequía creativa.
Ciudadano ilustre no deja de hacernos reír mientras apunta con bala a nuestras miserias, una y otra vez, así que la carcajada se hace compañera del espanto en una historia con trazas de parábola. Los guiones y la trama no dejan nada al azar; en toda situación encontramos un motivo para reflexionar sobre nuestro lado mediocre y para reír por no llorar. (Ya anticipaba la catástrofe su accidentada llegada al pueblo, el coche atrancado, las hojas de sus libros que tuvieron que usar el chófer y él para calentarse y para alguna necesidad más).
A Óscar Martínez (Copa Volpi) lo recordaremos mucho tiempo por esta interpretación sin excesos, con la media sonrisa justa de ironía y de decepción, de un Nobel al que hubiéramos querido leer.