Cine grande para veranos (aún) de corto recorrido: siete viajes

27/07/2021

Puede que seáis de quienes guardáis para esta estación, no solo los libros de más de seiscientas páginas, también el cine no apto para disfrutarse con prisa. Proponemos, esta vez, siete películas de todos los tiempos que contienen viajes por dentro y viajes por fuera, de Murnau a Rohmer:

Amanecer. F.W. Murnau, 1927
Murnau fue uno de los muchos directores europeos cortejados por Hollywood en los veinte: impresionado por su éxito alemán El último (1924), William Fox lo sedujo con un atractivo contrato y aquel llegó a Estados Unidos en 1926, teniendo los estudios de Fox a su disposición. Amanecer sería su primera obra americana y se basa en la historia de un matrimonio maduro y estable, que reside en una aldea y se ve convulsionado por la aparición de una urbanita fascinante; Hermann Sudermann la narró, con intención moralizante y menos capas de profundidad, en el relato Viaje a Tilsit. El reencuentro emocional de la pareja consolidada no se produce en la aldea sino, paradójicamente, en la urbe.

Los personajes son identificados simplemente como el hombre, la mujer y la mujer de ciudad y los decorados fueron diseñados, desde parámetros expresionistas, con una perspectiva forzada, haciendo que pareciesen más espaciosos de lo que eran en realidad. Se sirvió el cineasta de enanos en los segundos planos para resaltar más ese efecto y los resultados fueron óptimos: llega a lograr que un restaurante intimide casi como un campo de fútbol. La iluminación también alcanza cotas expresivas no vistas hasta entonces.

El ritmo devino asimismo esencial: una cámara ambulante se movía por todas partes, en ocasiones adoptando el punto de vista del actor, de modo que el espectador pudiera entender su expresión. Una de las claves de la interpretación de este trabajo la dio el propio Murnau apelando a la literatura: Tenemos nuestros pensamientos y también nuestras realizaciones. James Joyce, el novelista, lo demuestra muy bien en sus obras. Primero representa la mente y después la contrapesa con la acción. Este fue uno de los últimos grandes ejemplos de filmes marcados por la labor de cámara antes de que se introdujera el sonido y los actores, pese a que eran las habituales estrellas románticas hollywoodienses (George O’Brien, Janet Gaynor, Margaret Livingston), recurrieron a la escuela alemana de interpretación.

Solo doce años después tuvo remake, de Veit Harlan y ahora titulado como la novela de Sudermann. Contra todo pronóstico, el resultado fue estimable.

Amanecer. F.W. Murnau, 1927
F.W. Murnau. Amanecer, 1927

L´Atalante. Jean Vigo, 1934
Vigo solo hizo cinco películas y este es su único largometraje. Reescribió el guion con Albert Riera, a partir del original de Jean Guinée sobre la vida de un barquero en un río, y es muy posible que modelara el personaje de Pére Jules (Michael Simon) a partir de su anárquico padre.

Jean, joven barquero, se casa con Juliette, muchacha aún más joven que pronto se aburre de la vida a bordo. A medida que atraviesan Francia, imagina cómo serían sus días en las ciudades por donde pasan y alivia el hastío visitando a Pére Jules, que le muestra los tesoros que guarda en su camarote-museo: un juguete musical, un colmillo de elefante, una mano humana conservada en un tarro… Jean es enfermizamente celoso y sus temores acaban cumpliéndose cuando parece que Juliette se ha marchado con un hombre en bicicleta, pero finalmente se reconcilian y regresan al barco.

Sorprendentemente sensual para haberse rodado en los treinta, y muy sugerente respecto a los sentimientos de los jóvenes (interesa lo secreto, más que la vida pública de los personajes), la película avanza entre la realidad y la poesía y destaca también su fotografía, a cargo de Boris Kaufman, hermano de Dziga Vertov y vínculo de Vigo con el cine ruso.

Jean Vigo. L´Atalante, 1934
Jean Vigo. L´Atalante, 1934

Alarma en el expreso. Hitchcock, 1938
Adaptado por Frank Launder y Sidney Gilliatt a partir de la novela de Ethel Lina White The Wheel Spins, el de Alarma en el expreso es el único guion cuya dirección asumió Hitchcock tras haber sido realizado por otro director. La misma historia había sido adaptada muchas veces, incluyendo un episodio de Alfred Hitchcok Presents para la televisión estadounidense, y en el filme de 1948 Extraño suceso, aunque esta vez el británico le dio un tono mucho más siniestro y extraño. Quizá porque su argumento no alberga mucho sentido, cosa que no le inquietó: Lo primero que rechazo es la lógica, decía.

Casi toda la acción ocurre a bordo de un tren transcontinental cuyos viajeros parecen un catálogo de tipos hitchconianos: un ilusionista italiano, una baronesa con quevedos, una institutriz de mediana edad… Cuando esta última desaparece, los detectives aficionados (Michael Redgrave y Margaret Lockwood) comienzan una investigación para descubrir su paradero.

Rodada en poco más de un mes en el otoño de 1937, en un decorado incómodo de 27 metros de largo, se llevó el premio de los críticos de Nueva York. Y tuvo remake olvidado.

Breve encuentro. David Lean, 1945
Fue la tercera película de Lean y también la tercera, y última, basada en una historia de Noël Coward. En cierto sentido, presenta la estructura de la típica aventura romántica e infeliz del cine: una mujer joven y recién casada tiene un encuentro casual con un joven doctor en una estación de tren. Se enamoran a primera vista, viven una relación tortuosa y no consumada y, finalmente, se abandonan.

En la secuencia final, la de la despedida, él se marcha y ella corre hacia el andén para tirarse a las vías mientras el tren se aproxima, pero el suicidio no forma parte de su naturaleza, no más que la infidelidad, y las luces del tren golpean su rostro al mismo tiempo que las ruedas traqueteantes frenan. De vuelta en la cafetería de la estación, la conversación de su amigo la agobia, al igual que los primeros planos grotescos de este nos agobian a nosotros.

David Lean. Breve encuentro, 1945
David Lean. Breve encuentro, 1945

Cuentos de Tokio. Yasujiro Ozu, 1953
Una pareja de ancianos que reside con la menor de sus hijas decide viajar a Tokio para visitar a su primogénita, casada y con un hijo; la visita resultará decepcionante: son enviados a un lugar de veraneo, pero no se encuentran bien, y tras otra noche en la ciudad la madre fallece al regresar a casa. En principio el resto de sus hijas acuden corriendo a despedirla, pero solo la viuda de un hijo, que no es por tanto familia de sangre, permanecerá atendiendo a su suegro. Este sin embargo, generosamente, le aconseja que vuelva a casarse y decide afrontar su futuro solo.

El filme es Ozu en estado magistral; ya dijo Mizoguchi que él enseña lo que no es posible como si lo fuera pero que Ozu muestra lo que sí es posible como si lo fuera, que es mucho más difícil. Fue rodado desde el nivel del ojo de alguien que estuviese sentado, sello de ese director, cuyo estilo es tan exquisito como sencillo: no necesita zooms, fundidos, travellings o panorámicas.

Cineasta conservador y gran explorador de la familia nipona contemporánea, fue uno de los últimos que en su país se pasó al sonoro y su primera película en color (Tarde de otoño) sería también la última.

La aventura. Michelangelo Antonioni, 1959
Decía Antonioni que, en los cincuenta, la realidad social y económica de la Italia devastada por la II Guerra Mundial se había normalizado y había llegado el momento de realizar, de su tratamiento en el cine, un enfoque menos sentimental y más objetivo.

En La aventura, su mayor éxito artístico quizá, aunque muy ridiculizada entonces, la correspondencia entre acciones y significado profundo parece un juego de sombras: lo que sucede bajo la superficie lo es todo. Una joven, Anna, desaparece o muere; probablemente se ha suicidado durante unas vacaciones en barco. Su amante, Sandro, y su amiga Claudia se convierten en amantes y, a la mitad de la película, la fallecida es olvidada; su cuerpo no es encontrado y quienes la buscan no forman ya parte de la historia. Los sentimientos parecen haberse evaporado, no solo hacia Anna: durante una fiesta, la mujer de uno se deja tentar por otro de los invitados y nadie se entera o se preocupa.

La aventura está hecha de atmósferas cargadas, tiene mucho de hipnótica y su profundidad de sentimientos también es rara por la misma hondura. El director dijo en Cannes que la conclusión a la que llegan sus personajes no es la anarquía moral, sino una especie de compasión compartida. Sin eso, nada queda.

Michelangelo Antonioni. La aventura, 1959
Michelangelo Antonioni. La aventura, 1959

La rodilla de Claire. Eric Rohmer, 1970
Las películas de Rohmer, crítico convertido en director tardío de la Nouvelle Vague, resultan tan fascinantes como los paisajes donde las sitúa. La rodilla de Claire es el quinto de sus cuentos morales y atiende a las sutilezas del comportamiento de un hombre maduro que decide dedicar su vida a la mujer que ama, combatiendo tentaciones en su ausencia.

Elegante diplomático, descubre su querencia por las jovencitas veraneando en el lago Annecy, con su rica vegetación y montañas circundantes. Un encuentro casual con una novelista rumana le lleva a conocer a la familia con la que vive y a las dos medio hermanas que hay allí, adolescentes. Perseguido por la mayor, es la más joven, Claire, la que mueve su curiosidad, pero trata de no pasar de pensar en ella y el mayor acontecimiento es una mano en su rodilla. La gracia reside en el guion, claro y literario: Aurora Cornu interpreta a esa escritora que parece orquestar la acción como si los personales lo fueran de una novela. Y Cornu, en efecto, era novelista y rumana.

Hay que prestar atención al color, empleado para representar con precisión el paso del tiempo o para proporcionar un mayor sentido de ardor, o calor: el blanco y negro aporta intemporalidad y resta tactilidad.

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