MR. TURNER
Pocos reproches se le pueden hacer al biopic atípico de Mike Leigh dedicado al pintor británico y a la interpretación que de él hace Timothy Spall, Palma de Oro como Mejor Actor por este trabajo en el último Festival de Cannes. El actor es, sin duda, el alma de la película y para encarnar al artista recibió clases, durante dos años, de otro pintor: Tim Wright, que le enseñó a familiarizarse con óleos, pinceles, acuarelas y tizas.
Además de trasladarnos con estudiado rigor al último cuarto de siglo de la vida de Turner, el filme se adentra también, y con pasión, en uno de los ejes de su pintura: la luz, que incidió tanto en sus trabajos, considerados a menudo precursores de la abstracción, como en sus estados de ánimo cambiantes. Tierno, hosco y enormemente sensible, Turner desarrolló su talento sin más estudio que el de sus propios errores, pero también se sirvió de la pintura como canal para expresar sus emociones. De él se dice, como de otros genios artistas o no, que sacrificó su felicidad en favor de su obra y que vivió por y para su talento, y la obra de Leigh transmite también esa grandeza de talento que llevó implícita su tortura. A la altura de la interpretación de Spall está la fotografía del filme, cuyas escenas remiten a ambientes pictóricos.
LA SEÑORITA JULIA
El regreso como directora de Liv Ullmann llega con la recreación cinematográfica de una obra de teatro de August Strindberg escrita en 1888. No es la primera versión fílmica de esta pieza, de montaje en su momento censurado: antes trabajaron con ella Alf Sjöberg y Mike Figgis, y la recreación de Ullmann tiene puntos fuertes y débiles (entre los primeros la interpretación de Jessica Chastain; entre los segundos, la de Colin Farrell, que no da demasiada credibilidad a su carácter voluble y vengativo).
Los encuadres y los escenarios están muy logrados, sirven al contenido y no distraen al espectador de una trama absorbente y a veces asfixiante: la historia de deseo, desprecio, dependencia y envidias entre una joven e inmadura aristócrata deseosa de aventuras y la de un criado tosco que la seduce para después abandonarla y empujarla a la tragedia. Los demonios interiores de la una y del otro salen a la luz con furia. En definitiva, la obra presenta las convenciones sociales como fuente generadora de violencia interior y de usurpación de libertades individuales y habla también de las cerradas posibilidades de búsqueda de una identidad propia y del amor en ese contexto.
Si queréis valorar la fidelidad de la película de Ullmann al drama de Strindberg, podéis buscar el texto original en Cátedra.
EL CAMINO DE LA CRUZ
Controvertido, profundo y nada dado a maniqueísmos, así es este filme del joven director alemán Dietrich Brüggeman, que plantea un paralelismo crudo entre el calvario de Cristo y el de una niña de catorce años educada en un grupo católico fundamentalista (el cineasta perteneció de adolescente a la conservadora Hermandad de San Pío X). Sin asomarse a la crítica a la religión, la película sí nos explica las consecuencias de las creencias fanáticas y de ambientes familiares opresivos en jóvenes que no tienen acceso a ambientes más relajados.
Resulta muy llamativo el papel de la madre en la evolución de su hija (pecado, confesión, penitencia, enmienda y ofrenda vital): le ofrece amor sólo cuando la obedece, castiga cualquier intento de iniciativa propia, entiende a la niña como un apéndice de sí misma que ha de compartir todos sus principios y hasta el ultimísimo momento, en el que pierde su equilibrio, da más importancia al cumplimiento de normas que a la felicidad y la salud.
El lenguaje de El camino de la cruz se acerca al del cine documental y está dominado por la sencillez y por el empleo de planos estáticos que llegan a estremecer sin recurrir a efectismos. Provoca desde una ambigüedad calculada, muy presente en el desenlace. El espectador juzga.
MAGIA A LA LUZ DE LA LUNA
Os encantará si habéis disfrutado con las últimas pelis de Woody Allen, sobre todo con Midnight en París o Scoop, y por el mismo motivo puede que os resulte repetitiva. Se ambienta en los felices veinte y su tema es cautivador sin pretensiones: un diestro mago cuadriculado, racional y algo egocéntrico (Colin Firth) acude a una mansión de la Costa Azul dispuesto a desenmascarar los trucos de una vidente aparentemente brillante y, en lo personal, abierta a la improvisación y la sorpresa (Emma Stone). El final podéis imaginarlo.
No podemos buscar reflexiones sesudas (Allen ni siquiera juega a disfrazarlas), pero sí disfrutar de una comedia encantadora, del trabajo de dos actores principales que cumplen con creces y de una banda sonora de jazz y swing que invita a gozar de la magia de la obra y de su vital optimismo, sin más. En el fondo, el planteamiento de Magia a la luz de la luna lo recoge el propio personaje de Sophie-Emma: la “positividad irracional” es necesaria para ser felices. Entretenimiento elegante.
ST. VICENT
Ya podemos incorporar oficialmente a Bill Murray a nuestra lista mental de maduros aparentemente odiosos e intratables que demuestran tener muy buen fondo cuando algún personaje afable (normalmente mujer o niño) se molesta en rascar su capa exterior de egoísmo y malas formas: Jeff Bridges, Walter Matthau, el Jack Nicholson de Mejor…imposible o incluso el Clint Eastwood de Gran Torino.
St. Vicent contiene momentos enternecedores-es un logro y no un recurso fácil, estamos hablando de Murray- e invita a la reconciliación con la vida (la de cada uno con la suya, nada de intentar gustar). Theodore Melfi, su director, ha intentado no caer en cursilerías, y lo ha conseguido, en buena parte. Sensibilidad sin moralina.