Después de la celebración festiva y sensual del amor y el erotismo, el verano y el paisaje de Cegados por el sol y la transgresión sentimental en ambientes que recordaban a Visconti que propuso en Yo soy el amor, Luca Guadagnino ha regresado a los cines este año (y por la puerta grande que le da la nominación al Óscar como Mejor Película) con Call me by your name, la película que cierra esa trilogía sobre el sentimiento amoroso y el deseo en la que el director ha desplegado un fresco animado de formas de sentirlo y padecerlo, desde la relajación feliz hasta el sufrimiento devastador. Y ha enmarcado esas relaciones en ambientes siempre bellos y estetizados, que evidencian riqueza, más o menos refinamiento y un escenario de partida muy favorable para preocuparse, sobre todo, de sentir.
Regresa a Italia, como en las dos películas anteriores, como escenario proclive igualmente al amor, el hedonismo y el descanso, y ha contado además con la colaboración de James Ivory en el guion (adaptando una novela de André Aciman), así que tampoco es raro que nos acordemos del cuento de amor hecho de gestos y silencios que fue Una habitación con vistas. Probablemente lo que tiene Call me by your name de sensual proceda de Guadagnino e Ivory haya aportado la atmósfera elegante, lo depurado.
La trama que vertebra Call me by your name es la historia de amor del hijo adolescente de un culto profesor y un alumno invitado por este a su villa italiana, una historia macerada a fuego lento, por momentos solo insinuada, que alcanza su culmen y su desarrollo cuando necesariamente está a punto de terminar. Lo suyo es intenso, breve y acaba en múltiples lágrimas por parte del que puso más, como obvio relato de un primer amor tan único como parecido al de cualquiera.
Resultan más interesantes la indecisión y las dudas de los extensos comienzos, a las que Guadagnino imprime un ritmo precioso y disfrutable, que los tres días de disfrute en soledad que la pareja puede dedicarse, aunque el director domina el arte de filmar las explosiones de alegría y placer, de llevar al espectador a su terreno y que le sea muy fácil empatizar con la felicidad y la amargura de los personajes. Sobre todo de Elio, el más joven y vulnerable frente a un experimentado Oliver que, por momentos y sobre todo en los inicios, puede parecernos un tipo manipulador moviendo hilos desde una zona oscura, un Mr. Ripley o Gran Gatsby que primero seduce y luego lleva a la perdición.
Las conversaciones que Elio mantiene con su padre, sabio y abierto, tras la ruptura, apuntan, sin embargo, el verdadero asunto de fondo de Call me by your name, que no es el tratamiento de una historia de amor más o menos conmovedora sino una visión de la vida en la que unos y otros encuentran en el amor (y en el arte clásico, el mar, el paisaje, las lecturas, el cultivo del espíritu aunque la expresión suene insoportable) una vía de escape a los ritos vulgares, individuales y colectivos, a la vida sin emoción.
Por eso tiene sentido que esta historia se cuente en Italia; que el arte y los libros rodeen a esta pareja y a su familia y que se alojen en una mansión vieja, sencilla y preciosa: ese entorno bello en su esencia forma parte del mensaje y entronca con la voluntad decidida de los personajes de no tener la sensación de que viven en vano, de intentar elevarse, experimentar y ser auténticos, porque, como dice el profesor, la represión de lo que nos distingue, de nuestra autenticidad, nos hace llegar “doblados” a los treinta. Su pasión, imposible de raíz, lucha contra la costumbre, lo ordinario y lo banal; como lo hacía, en el fondo, el filósofo protagonista de Muerte en Venecia, teñido y patético en su humanidad, detrás de su Tadzio, buscando menos un amor platónico que una idea de belleza que siempre se escurre.
El paisaje no domesticado y la casa entre acogedora y desvencijada, entre habitada y vacía en la que se conocen Elio y Oliver parece un escenario soñado, más ideal que real, y su propia historia termina convirtiéndose en un deseo imposible, breve y evanescente que desemboca, sin embargo, en un dolor muy palpable, invernal y que se esboza como duradero.