La representación de la naturaleza y de nuestra relación con ella fue constante en la obra de Pierre Bonnard; lo apreciamos sobre todo en su fase nabi previa a 1900 y en su pintura inmediatamente anterior a la I Guerra Mundial. Creía este pintor francés en la posibilidad de una unión armónica entre el hombre y su entorno, reconociendo la superioridad inapelable de lo natural frente a él: así lo manifestó en composiciones tempranas como Crépuscule. La partie de croquet (1892) o Femmes au jardín (1890-1891). Incluso en piezas herméticas como esta última, manifestaba Bonnard una vitalidad y una amabilidad en su mirada que lo convertían en uno de los artistas más originales de fines del siglo XIX y principios del XX.
Aunque hasta hace no demasiadas décadas no se había dado gran importancia a la datación de sus creaciones, sí podemos establecer algunas etapas en su andadura: una primera japonizante y decorativa (hacia 1888), una segunda puramente ornamental en la que se acercó a Odilón Redon y a Paul Ranson, una figura poco conocida del grupo nabi cuya obra tuvo tintes esotéricos no compartidos por él (hacia 1892); un tercer periodo en el que cultivó lenguajes muy variados, desde el cartel a la escultura, pasando por la escenografía o la ilustración (1892-1894), una cuarta fase próxima al impresionismo desarrollada al calor del apoyo que recibió de los Bernheim (a partir de 1900), un quinto momento en el que experimentó buscando un estilo propio (1900-1914) y, desde el comienzo de la Gran Guerra, una fase en la que se dejó influenciar por Vuillard, de su misma edad, para después tratar de alejarse de él. Si aquel realizó pinturas de corte erótico en aquel tiempo, Bonnard pobló sus Arcadias de ninfas y silenos; en su visión de aquellas naturalezas puras incidió también el viaje que realizó algo antes al Mediterráneo para reunirse en Saint-Tropez con Paul Signac.
Parece que permaneció más o menos ajeno a las vanguardias hasta que en 1913 se trasladó con el citado Vuillard a Alemania con el fin de visitar a sus coleccionistas y también de conocer (en museos y no a través de sus autores) las obras de Adolf von Menzel y Liebermann. Como Monet, Bonnard también miró en ocasiones hacia lugares mágicos de la historia de su país: En barque (1907) representa perfectamente esa inclinación; como sabemos, la historia de Francia se fraguó en torno a L´ Île de France, corazón de una posesión regia. Tras hacerlo Monet, Bonnard también quiso instalarse cerca de Giverny, en Vernon; es curioso que un nabi se pusiese bajo la influencia del artífice de los nenúfares cuando ese grupo se había constituido, en 1888, como reacción contra los impresionistas (Redon dijo de ellos que eran “cortos de entendederas”), pero en realidad era poco lo que los nabis conocían de ellos hasta que varias muestras en la Galería Durand-Ruel invirtieron la tendencia. Bonnard y Vuillard se manifestaron interesados; Sérusier y Ranson, al menos en lo que estuvieron dispuestos a reconocer, no.
Bonnard introdujo, asimismo, numerosas referencias a la Antigüedad en sus lienzos de 1910-1920. Su tríptico La Méditerranée lo concibió para exhibirlo entre columnas jónicas sobre el rellano de la escalera de honor de la mansión del coleccionista ruso Iván Morózov (la tradición grecorromana fue piedra angular del neoclasicismo en Rusia, sobre todo en San Petersburgo). Tiempo después, volvió a tratar temas muy queridos por Bellini, Tiziano y Poussin.
En La Terrasse à Vernon (1920-1939) representó a una mujer en primer plano, en la actitud de la antigua Pomona, y a su lado a una muchacha que presenta una ofrenda. Las retrató con la misma libertad vitalista presente en la alfombra de mosaicos de la Piazza Armerina de Sicilia, entonces aún por descubrir; en la parte derecha del cuadro irrumpe una mujer con una raqueta en las manos cuya postura replica la del célebre guerrero galo levantando el brazo, fragmento de un bajorrelieve del Louvre, museo que Bonnard, como Vuillard y Vallotton, visitaba a menudo.
Junto a naturaleza e historicismo, y quizá en relación con este, otra obsesión se hizo presente en Bonnard: su predisposición a mineralizar, a transformar en piedra, personas y cosas; parece que sus figuras quedan solidificadas. El toro de L´enlèvement d´ Europe se convierte en una escultura a medida que es pintado, y la misma impresión produce Monuments, obra perteneciente a un ciclo de cuatro paneles decorativos creado para los Bernheim. Esa tendencia a petrificar las formas se difundió por Europa en la inmediata posguerra, y estos trabajos de Bonnard inevitablemente nos hacen pensar en De Chirico y La mélancolie d´une belle journée (1913).
Le paradis terrestre (1916-1920) forma parte del mismo ciclo, y aquí el hombre aparece como sombra estéril de sí mismo, como un tronco de árbol, mientras la mujer se retuerce de gozo en primer plano, manifestando su triunfo. Un triunfo solitario porque, en Bonnard, hombre y mujer se mantienen siempre separados; lo veíamos en L´homme et la femme (1900) y L´indolente (1899).
Los monumentos y personajes presentes en los paisajes de Bonnard, de tan inundados de sol, no proyectan sombra, recordándonos al relato Gradiva de Jensen que interpretó Freud, una de las cumbres del psicoanálisis aplicado al arte. Podemos considerarlo casi un precursor del surrealismo. La soledad del ser humano la dejó también patente en el gran panel decorativo L´Été, que pintó para Hahnloser y que luego ingresó en la Galerie Maeght: se trata de una escena de felicidad arcádica evocadora de Virgilio en la que, en un pequeño tablautin en el centro de la composición, los personajes desnudos que figuran en el cuadro disfrutan del sol y de la felicidad de vivir juntos. Parece difícil creer que la escena está ambientada en Normandía, porque Bonnard imprime sello “mediterráneo” a todo lo que pinta y ve.
El personaje tendido en el suelo puede tomarse como una anticipación del bestiario explosivo de Chagall en Vitebsk; encontramos en el francés una tendencia a integrar el estrépito del mundo en el interior del lienzo para llenar los espacios, los vacíos que podrían hacerse presentes. Cuando realizó La Pastorale (1936), decorado monumental para el Palais de Chaillot, Bonnard ya era una gran figura sin nada que demostrar. Esta obra parece lo contrario de un encargo oficial, y en ella se ve un inventario digno del arca de Noé bajo una bola de fuego que cruza el cielo; resulta espectacular, reflejo de una invención y una libertad absoluta. Muestra una especie de idilio entre el pintor y el mundo, en el que el artista reactiva su placer y su sorpresa de abrirse a la vida.
Podemos decir que Bonnard convertía en jardín todo lo que tocaba y que no abandonó jamás la Arcadia. En esa forma de ser indisociable de la mirada y la vida en la naturaleza y en aquella concepción del amor entre difícil y bucólica que se desprende de algunas de sus composiciones, en la que la unión completa resulta tan imposible como la separación, profundiza el filme Bonnard, el pintor y su musa, en el que Martin Provost recrea cómo pudo desarrollarse su larga y tortuosa relación con Marthe, la más misteriosa y frecuente de sus modelos (la plasmó parcialmente sumergida en una bañera, en el quicio de una puerta, entre la multitud…) y su esposa entre 1925 y 1942.
Marthe, apellidada en su soltería de Meligny (y antes Maria Boursin), fue artista además de musa y esta obra esboza los lazos de dependencia entre ambos y el complejo vínculo de ella con su pasado -procedía de una familia muy humilde de provincias, quiso enterrar esa pobreza en París y el matrimonio con Bonnard sería una palanca de ascenso social, sentimientos al margen-. Es posible que su representación a menudo fragmentada, velada, en las pinturas de Bonnard (aparece en, aproximadamente, un tercio de ellas) tenga que ver con ese enmascaramiento, esa identidad decidida y progresivamente escondida, cada vez más esquiva. Así, Provost sigue la estela de sus anteriores películas dedicadas a mujeres insuficientemente recordadas: Séraphine (2008), sobre la también pintora autodidacta Séraphine de Senlis, y Violette (2023), en torno a la escritora Violette Le Duc; Marthe solo ha sido objeto de dos exposiciones, la más reciente el año pasado, en el Musée Bonnard de Le Cannet, que compiló piezas centradas en la vibración de color y luz.
Al margen de los orígenes de esta artista, ambos compartían mutua devoción y un evidente deseo de esquivar convenciones y compromisos sociales, de encontrar en aquella Arcadia una razón de vida y no solo de arte, incluso un modo de, sobre todo en el caso de ella, canalizar el dolor; pronto sabremos que su salud débil le conducirá a una muerte temprana y una modelo más joven irrumpirá en la vida del pintor.
La emoción del arte y la de un tiempo en que la relación con la naturaleza no necesitaba de mediaciones aportan contexto a un filme en el que telas y escenarios al aire libre son fuente para el recuerdo y el sentimiento. A los protagonistas Vincent Macaigne y Cécile de France les acompañan en el reparto Stacy Martin, Anouk Grinberg y André Marcon.