Son necesarios bastantes minutos, cerca de un cuarto de hora, para que tomemos conciencia de la verdadera relación que une a los dos protagonistas de Blondi, la primera película como directora de Dolores Fonzi, que también es su actriz principal. Comparten aspecto muy joven, se divierten juntos y duermen también en la misma cama, y a pierna suelta, lo que presupone una confianza llamativa entre dos que no son pareja; tendrá que llegar una conversación surgida prácticamente de la nada, en torno a las dificultades del parto, para que sepamos que Blondi, interpretada por Fonzi, fue en su adolescencia madre de Mirko (Toto Rovito), y que el estrecho margen de edad entre ambos, y el espíritu vital de ella, que no ha querido abandonar un ápice de libertad para ingresar en lo que entendemos por madurez, explican que puedan ser tenidos por hermanos.
Buena parte de la trama de esta película, breve y salpicada de música para recordar de los ochenta, nos sitúa frente a retazos de esa relación maternofilial atípica, ante la que a veces podremos experimentar apuro (restos de noches de fiesta, gente durmiendo en casa sin que la teórica adulta esté al corriente, algunos cigarros compartidos) y, otras, comprensión y puede que algo más, por el grado de conocimiento mutuo que han alcanzado. Entenderemos mejor, asimismo, el comportamiento de Blondi cuando descubramos a su madre espléndida y libre, Pepa, interpretada por Rita Cortese, una mujer con pocas ataduras, lejana a los clichés que asociamos a madres y abuelas, presente en la vida de sus hijas pero tan o más proclive que ellas a dejarse llevar por algunos caprichos, incluso por timos. Alguien que no se ha dejado cambiar.
Ante ese panorama, Mirko carece de referentes cercanos de lo que hemos definido como adultos estables; si la narración del filme cayera en la espiral imitativa, su futuro estaría escrito, pero puede que por necesidad, o por esa infancia en contacto con sentimientos sin disfrazar, acaba adquiriendo los rasgos que no pudo ver en sus mayores: su manera de comportarse con su familia no es la de un niño, sino la de un joven observador y consciente, es sabedor de las virtudes y defectos de su entorno, tiene cuidado de no herirlos, conoce su talento como dibujante y una de sus inquietudes es acudir a la universidad. Comienza para ello a solicitar becas a escondidas de su madre, temeroso de que, ligada a él de la forma en que lo está, pueda sentir su marcha como un abandono.
Un contrapunto al modelo de maternidad que apreciamos en Pepa y en Blondi lo encarna en la película Martina (Carla Peterson), hija y hermana, que parece representar esquemas más convencionales en cuanto a sus valores pero que terminará por no encajar en ellos, deseando abrir ventanas en toda pared para airearse: escapará detrás de un amante envuelto en una secta y será convenientemente rescatada por su familia, que en alguna ocasión responde a las expectativas. Una discusión estuvo a punto, eso sí, de dejarla en la cuneta.
El filme, rodado en Argentina y Estados Unidos en 2023, viene a remarcar que no existen libros de instrucciones aptos para encarar las experiencias familiares, ni la maternidad, y que todas ellas están sujetas a crisis y convulsiones: Fonzi no ensalza los modos de hacer de su personaje hacia Mirko, y tampoco los condena, más bien los presenta como drama y como comedia, como una huida del desencanto diario que experimentan quienes sí crecen que no le salvará de tener que hacer frente a los suyos propios, cuando su hijo se aleje, al menos físicamente, de ella. Las dificultades maternas para aceptar ese emprender el vuelo han sido el centro de más de una película reciente, la mayoría con directoras al frente (Lady Bird de Greta Gerwig, Viaje al cuarto de una madre de Celia Rico), si bien aquí ese asunto no constituye el eje de la obra, solo una arista más entre las muchas de un dúo al que, desde una distancia mayor o menor, es difícil no observar con simpatía.
Por lo demás, todo en Blondi nos habla de un cine independiente y carente de pretensión: cada detalle de las vidas, las viviendas o los coches se ofrece buscando el mayor naturalismo, casi nada en esta familia remite a una normalidad canónica, pero tampoco a una rareza atronadora, los lazos familiares nos resultan tan infrecuentes como viscerales y a ninguno de estos personajes le preocupa amoldarse a estatus alguno. No es casual que Fonzi finalice el filme ascendiendo a la estatua ecuestre que escalaba en su juventud y a la que, por alguna razón, no quiso subir ante la mirada de su hijo.