Dicen que no encajo en este mundo. Francamente, considero esos comentarios un halago. ¿Quién diablos quiere encajar en estos tiempos?
Pensad en una película menor de Billy Wilder, en alguna de sus obras que fuera un fracaso. Va a ser complicado que deis con alguna, y no porque el director trabajara en un único género hasta dominarlo: su virtuosismo en la comedia fue equiparable al que manejó en el suspense y el drama, de forma completamente fluida y natural.
Nacido en 1906 en Viena, en una familia judía que padeció la crueldad nazi (su madre fue asesinada en Auschwitz), se formó hasta los 19 años en un colegio para muchachos con problemas. Lo abandonó para trabajar como periodista, aún en Viena, y más tarde se marchó a Berlín, donde desarrolló diversos oficios pero destacó con reportajes periodísticos que le permitieron trabajar junto a Robert Siodmak como guionista.
Fue ayudante de dirección de Edgar G. Ulmer, ayudante de cámara de Zinnemann y escribió numerosos guiones, algunos como negro. El ascenso de Hitler le condujo primero a París y después a Estados Unidos, donde tuvo éxito como guionista en las comedias de Lubitsch, Howard Hawks y Leisen: podemos decir que él éxito de Wilder fue fruto del trabajo y la constancia, además de de su genio.
Fue en los cuarenta cuando inició su etapa dorada como director-guionista, cultivando una filmografía coherente y variada a la vez que podemos estructurar en dos ciclos: dramas realistas de tintes negros que revisan, desde una perspectiva crítica, ciertos aspectos del espectáculo o el periodismo, o abordan el asunto del falso culpable; y las grandes comedias de humor cínico y ácido. En realidad, es complicado dividir sus filmes en estos grupos porque unos y otros tienen muchos puntos en común y una común ternura de fondo, también sabiduría y humor.
Podríamos situar en el primer grupo a Perdición, exquisito cine negro; Días sin huella, alegato contra el alcoholismo; El crepúsculo de los dioses, que no necesita presentación pero de ella ahora hablaremos; El gran carnaval, una crítica al periodismo sensacionalista, y a Testigo de cargo, un drama.
Lo más importante es tener un buen guion. Los cineastas no son alquimistas; no se puede convertir un excremento de gallina en chocolate
Y si estas son obras maestras, quién osaría considerar otra cosa a sus comedias: Berlín Occidente, Con faldas y a lo loco, El apartamento (esta a medio camino entre el drama y la comedia, abordando los deseos de ascenso social del americano medio), Uno dos, tres, sobre la complicada relación entre Berlín Este y Oeste y la incipiente americanización de Europa; la tierna visión de los humildes de Irma la dulce y En bandeja de plata, su particular reflexión sobre los deseos de enriquecimiento de una sociedad en la que la moral pasa a un segundo plano.
Dentro de este mismo ciclo, el de sus grandes comedias, manejó una gran variedad tanto en la temática como en su tratamiento: Sabrina es una comedia romántica, La vida privada de Sherlock Holmes, una parodia alocada; y Primera plana, una conjunción muy lograda de crítica social y humor negro.
Y, a pesar de esta sucesión de genialidades, o justo por ser capaz de ellas, Wilder era humilde y achacó el éxito de su cine a los guiones: Lo más importante es tener un buen guion. Los cineastas no son alquimistas; no se puede convertir un excremento de gallina en chocolate.
Para conocer bien a Billy hay que leer el libro de Cameron Crowe, bien fácil de encontrar, Conversaciones con Billy Wilder. No estaría nada mal que alguien filmara con él un documental similar a “Hitchcock Truffaut”, aunque a Wilder no le gustaría demasiado la comparación: lo admiraba pero tenía la sensación de que rodaba siempre la misma película.
Nos adentramos ahora en uno de sus dramas y una de sus comedias:
ERA UNA ESTRELLA. Y GRANDE. PERO EL CINE YA NO LO ES
En El crepúsculo de los dioses, un muerto (William Holden como el guionista fracasado Joe Gillis) cuenta su historia: conocer a una ex diva del cine (Gloria Swanson como Norma Desmond) le ha costado la vida. La primera escena de la película seguramente es una de las más turbadoras de la historia del cine: él flota boca abajo en la piscina de la actriz despechada.
Wilder, en realidad, había pensado rodar una conversación entre muertos en una morgue, pero dicen que en los pases previos había más carcajadas que atención, así que cambió de idea, porque no pretendía recurrir al humor negro sino difuminar la frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Quizá, en parte, lo logró, porque algo tenía la mansión de la Desmond de casa de muertos vivientes.
Ella prepara al principio el entierro de un mono, probable anticipo del destino de Gillis. En su casoplón vetusto, idea un mundo imaginario junto a su fidelísimo mayordomo, un mundo en el que aún tiene el mundo a sus pies; y trabaja obsesivamente en un guion que la convertirá en Salomé.
Ese glamour marchito que a Gillis le da de comer le produce tanta fascinación como asco, y ni siquiera la relación que mantiene con una empleada de la Paramount le salva de esa decadencia intelectual y moral en la que, por interés, se mantiene. Cuando por fin decide escapar, la diva celosa lo asesina.
La casa de la actriz, que inspiró y maravilló a Lynch, simboliza el mundo en el que creemos vivir y en el que permanecemos prisioneros; esta película es un canto al poder destructivo del autoengaño. También recuerda, a modo de advertencia, el trato que Hollywood concede a sus ídolos caídos: no es casual que Erich von Stroheim y la Swanson se interpreten a sí mismos.
SIEMPRE ME TOCA LA PEOR PARTE
En el Chicago de 1929, Jerry y Joe (Lemmon y Curtis) son un par de músicos frustrados envueltos en peleas de gánsteres. Huyendo de sus perseguidores, suben a un tren rumbo a Florida disfrazados de miembros de una orquesta femenina y cada uno continúa la farsa de forma distinta.
Joe (ahora Josephine) se enamora de Sugar Kane (Marilyn Monroe), infeliz cantante de ukelele, y busca cómo deshacerse de su disfraz, pero Jerry (Daphne) está a gusto en su nuevo rol, porque encuentra a un admirador entregado y rico. Aunque también se enamora de Sugar.
Con faldas y a lo loco es mucho más que una comedia de travestidos: es un homenaje a los primeros años del cine, a las pelis de gánsteres, las comedias locas de los cuarenta y el slapstick de los Marx. El cóctel de referencias se llena de chispa y carcajada agridulce, porque Wilder está hablando de sexo.
Quien la ve en la infancia y la ve décadas después, no ve la misma película: los diálogos están cargados de alusiones más o menos obscenas al amor libre, la impotencia o la homosexualidad, incluso los aparentemente más cándidos. Nos encontramos también ante un continuo juego de opuestos: la vida y la muerte, el sexo y el dinero, la realidad y la apariencia, los hombres y las mujeres, los gánsteres y los músicos. En ellos se basa la comicidad.
Los disfraces de los protagonistas mueven a la risa, pero en el fondo, son herramientas de supervivencia, porque comparten hotel con los gánsteres que van tras ellos.
Sabemos que la búsqueda de la última línea del guion (Nadie es perfecto) fue tan intrincada como las pruebas de vestuario, y a Curtis y al director, el rodar con Marilyn les dio temas de conservación para varios años, porque ella o no se presentaba o necesitaba cuarenta tomas para preguntar dónde está el coñac. Entretanto, Curtis y Lemmon esperaban con los tacones puestos.