No estamos demasiado acostumbrados a que nos los presenten y los tópicos, los prejuicios y la violencia hacen el resto, pero en el contexto israelí y palestino muchas familias hacen frente, además de a situaciones y conflictos propios del lugar, a otros igualmente cotidianos pero universales: los derivados de la incomunicación entre parejas maduras que no tienen nada que decirse ni ganas de hacerlo, entre padres e hijos que no conectan, entre hermanos con distintas ambiciones en la vida… y entre los abuelos y el resto de su familia; con ellos la atención y la escucha son aún más extrañas que con el resto.
Esa incomunicación íntima se completa en Israel con una incomunicación pública que ocasionalmente desemboca en situaciones delirantes, pero la directora Maha Haj –que antes fue directora artística, y no deja de notarse en la belleza de los encuadres– ha elegido centrarse en su primera película, Asuntos de familia, en la primera, trascendiendo lo local sin borrarlo para apelarnos a todos con escenas de silencio familiar cómodas e incómodas que muy difícilmente resultarán extrañas a alguien. Ha conjugado, además, momentos para la ternura, para la inquietud, para el humor cálido y para el humor negro: los instantes de aproximación son pocos, pero uno de los más notables y significativos se da cuando, por fin, los padres de familia articulan palabra entre ellos para plantearse el divorcio, navegando en un romántico lago. Es entonces cuando sucede el milagro de que se rocen.
El devenir entre casas y familias y el toque surrealista de cada secuencia puede hacer de Asuntos de familia una obra ligera, y su duración contribuye a esa levedad, pero Maha Haj tampoco lleva al engaño: que plantee lo grave con sutileza o ironía no hace que esas distancias entre cercanos que se dan pereza dejen de ser importantes, de tener consecuencias. Algo apunta a que todos los miembros de esta familia (palestina residente en Israel, acomodada y no sumergida en los conflictos de la tierra) están solos y se sienten incomprendidos, a que la compañía –aunque sea de tu sangre o lleve décadas ahí, haciendo punto o mirando el ordenador– es más que nada una ilusión. La sensación resulta hasta cierto punto descorazonadora y hasta cierto punto no, porque en cualquier lugar la conocemos tan bien, que a duras penas nos conduce a la tristeza.
Todo está tan claro y hay tan poco que añadir, que Haj no ha necesitado banda sonora para contarlo. Es en soledad cuando florecen los deseos de los personajes: ver el mar, consolidarse como artista… En Israel, como en cualquier parte, las alambradas también se levantan dentro de uno y dentro de casa.