Apegos feroces, el cosmos en la escalera

25/01/2018

Vivian Gornick. Apegos ferocesMírala ahí tirada llorando como una loca. Si al llegar a casa me encontrase a mi marido muerto, sería una bendición del cielo.

Treinta años han pasado desde que Vivian Gornick escribió Apegos feroces, el libro que en español hemos descubierto en 2017 gracias a la editorial Sexto Piso y que se ha colado en casi todas listas de lo mejor del año. Entonces, en 1987, Gornick ya había despegado como periodista y escritora en Village Voice y se había convertido en una de las voces más claras de la llamada segunda ola del feminismo (1960-1980).

Entonces, consolidada como profesional, con habitación propia donde escribir y despojada de parte de la ansiedad de encontrar lo que de ella esperan los demás, fue cuando Gornick emprendió la tarea, seguramente iniciática y limpiadora, de poner por escrito, sin idealizaciones y descarnadamente pero desde la ausencia de rencor que dan los años, su infancia en un edificio del Bronx de ambiente familiar para bien y para mal. Era uno de esos vecindarios donde las puertas solían dejarse abiertas, las escaleras eran centros de reunión social y las bondades y miserias falsas o verdaderas se aireaban a la velocidad del rayo.

En el edificio ruidoso que recuerda Gornick, los maridos, parejas postizas y padres -el suyo murió cuando tenía trece años- están y hacen ruido y son tan anhelados como rechazados, según las circunstancias, pero en quien realmente se fijaba Gornick era en las mujeres (Apenas recuerdo a ningún hombre. Estaban por todas partes, claro está –maridos, padres, hermanos–, pero solo recuerdo a las mujeres. Y las recuerdo a todas tan toscas como la señora Drucker o tan feroces como mi madre). Sus vecinas solían apoyarse en los momentos peores, pero también se juzgaban con una enorme crudeza y se criticaban despiadadamente al verse ejercer la libertad o al quedarse llorando al marido muerto doblada en la cama por los siglos de los siglos.

Precisamente el lamento constante, la lástima continua que buscaba inspirar su madre tras la muerte de su padre, ese victimismo sin fin en el que tantos y tantas se recrean, estirándolo hasta que resulta insoportable, es uno de los rasgos maternos ante los que Gornick tuvo que rebelarse. Otros fueron la idealización del amor como literal salvavidas, la terquedad, los reproches y la envidia vestida de intolerancia hacia las vidas ajenas. Ese fue el primer modelo femenino que conoció la escritora, pero hubo otro esencial: el de su vecina de puerta Nettie, prácticamente antagónico. Ella fue una joven viuda, dependiente de los cuidados y de la ayuda ajena para cuidar a su hijo y mantener el orden en su casa, que decidió entregarse al sexo como vía de escape a sus necesidades emocionales y económicas con resultados catastróficos. También era tierna y cálida con ella, la primera persona que conoció la escritora que entendía el valor y el placer de que una niña se entretuviera jugando al sol. De divertirse.

A Nettie la perdió; su madre continúo junto a ella y contra ella siendo Gornick adulta, paseando por Manhattan entre risas y reproches, recordando cuánto cambió la vida de otros y cuánto les ha costado a ellas llegar hasta ese momento sin haber dejado de hablarse, o algo peor.

Apegos feroces es, ante todo un libro íntimo – en 2001 Gornick publicó un ensayo sobre cómo afrontarlos, Escribir narrativa personal, que editó Paídós- en el que asistimos, con constantes flashbacks, recreaciones minuciosas de momentos importantes y olvidos de lo que no se clavó en su personalidad, a la entrada en la madurez de una mujer que opta voluntariamente por realizar el ejercicio duro de ser consciente de cada uno de sus pasos y de la huella materna en ellos.

 

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