Amama, la llamada de la tierra

12/11/2015

Amama

La tierra es poderosa, para el que la ha convertido en una forma de vida, para quien quiere tomar distancia de ella y seguramente también –por tenerla lejana – para los que ya han echado raíces en el cemento. La de Amama es la historia de una familia, especial pero una de tantas, que ha vivido en el campo durante generaciones, sin necesitar nada que el caserío, su ganado y sus árboles no pudieran darle, y que ahora se enfrenta no a la desbandada, pero sí  a un cierto alejamiento del nido de sus miembros más jóvenes.

Tal es la raigambre de esta familia hacia la tierra que han cultivado que esa opción de marcharse a la ciudad es vista no solo con recelo, también prácticamente como una traición. Lo llegó a decir Amama, la abuela-institución interpretada por una hasta ahora anónima Amparo Badiola, por boca de la nieta rebelde (Iraia Elías): cuando todo sean carreteras y tiendas, será el fin del mundo, el antiCristo. Creo que se refería al final del caserío (del mundo conocido). Amama Juliana no habla en toda la película, se expresa a través de una mirada intensa, casi de bruja, y encarna en esta obra de Asier Altuna a esas mujeres que sostenían familias solo con su presencia, que podían transmitir absoluta autoridad únicamente dejando de pestañear cuando miraban. Dicen de Felipe II que solía poner nerviosos a sus consejeros mirándolos fijamente un tiempo y que, cuando los notaba demasiado alterados, les decía: Sosegaos. Juliana hubiera podido hacer lo mismo.

Amama está plagada de detalles que emocionan a quienes sí conocen de primera mano la vida en el campo, con su enorme belleza y con su lado duro: el sentimiento de plenitud de quien no depende de nadie más que de su tierra y de sus propios medios, los silencios, la austeridad a la hora de expresar sentimientos, la naturalidad al recibir la muerte, la impotencia del que, por edad o falta de ayuda, ya no puede hacer frente al trabajo; o el peso de las tradiciones, que a veces reconfortan porque implican tener orígenes y otras pesan como losas. La costumbre familiar, en el caso del clan de Amama, de acompañar el nacimiento de cada hijo con la plantación de un árbol nos resulta preciosa hasta que cada uno de esos árboles se pinta de un único color que señala el carácter de los chicos: rojo para el mayor, que deberá heredar el caserío; blanco para el indolente, el vago; negro para la rebelde. Cambiar los roles, añadir matices a ese esquema, cuesta traumas pero termina mereciendo la pena en Amama.

Entre las decenas de secuencias para coleccionar que encontramos en la peli nos quedamos con esa impagable del padre transportando por la ciudad, a la velocidad del que no tiene prisa, las maderas con las que ensemblará la cama de su hija, y aquella en la que este personaje, interpretado por Kandido Uranga, compara su mano curtida y fibrosa con la de su segundo hijo, una mano de niño grande que parece no haber fregado sin guantes.

No exageramos: Amama es una de las películas más emocionantes que hemos visto en los últimos meses. Aún tenéis tiempo para verla en cines, pero quizá no mucho, así que os sugerimos daros prisa (y brindar por el buen momento del cine vasco).

 

Amama

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