Lo hemos comentado más de una vez, y puede resultar un tanto obvio, pero película a película no dejamos de convencernos de que, por más cine que veamos y libros que leamos sobre la II Guerra Mundial (serviría cualquier guerra, por alguna razón otras no generan el mismo volumen de ficción), siempre quedarán historias y puntos de vista insospechados sobre los que trabajar, sea en sus antecedentes, su desarrollo o sus consecuencias.
A estas últimas se refiere 1945, un filme húngaro de Ferenc Török que también prueba que en los países que conocieron de primera mano la guerra nace un cine sobre ella bien distinto al de quienes la recrean desde la distancia (es más sencillo, íntimo y valiente) y que de Hungría vienen algunas de sus propuestas más interesantes y directas; no hay que echar la vista demasiado atrás para recordar El hijo de Saúl, una muestra de que es tan posible como arriesgado e incómodo filmar la mayor de las alienaciones.
1945 no necesita color ni violencia para trasladarnos a aquel año en el ámbito rural húngaro y recordarnos algunas evidencias que suelen escapar a nuestro afán por esquematizar, como que ni los conflictos acaban por el hecho de firmar la paz o que ni el más cruento y vil de ellos convierte en buenos a quienes tratan de no participar. Hubo verdugos evidentes, víctimas claras y una gama amplísima de individuos grises que, a su manera silenciosa, tomó postura y facilitó, por miedo o necedad, lo aberrante. Su falta de valentía, su egoísmo y, a veces también, su rechazo más o menos velado a lo judío no condujo a sus vecinos a los campos de exterminio, pero tampoco hizo nada por evitarlos. No podemos juzgarlos, porque no hemos experimentado su contexto y porque sus reacciones son humanas, pero Törok nos describe con crudeza un friso de estos tipos populares a los que tampoco podemos, aunque queramos, sentirnos ajenos: piensan solo en su interés, temen por sus bienes, envidian los ajenos, se hacen con ellos a la menor oportunidad y miran con abierta hostilidad a quien pueda suponer una amenaza posible a su medrar.
Los dos supervivientes judíos que regresan a su pueblo sin más equipaje que su dignidad y cuatro pertenencias de sus muertos desatan en su breve camino al cementerio un reguero de miedos atávicos, discusiones familiares, culpabilidad que no se dice en alto y desconfianza que sí se reconoce; esas reacciones que generan las víctimas en quienes se saben culpables aunque aquellas ni les miren ni les recriminen nada. Solo su presencia es provocadora (se acepta el recuerdo de Bittori en el lugar del crimen en Patria). Estamos en 1945 y la guerra ha terminado, pero solo ha acabado el fuego, no una ruina moral ni material que convierte el ambiente en sórdido y las miradas en mezquinas casi por contaminación atmosférica; ni una novia jovencísima escapa a ese huracán obsceno y soterrado.
En esta película pone guion a toda esa vergüenza, además de Törok, Gábor T. Szántó, con buen conocimiento de causa: este escritor, bien conocido en su país, forma parte de una generación de escritores judíos de posguerra que ha trabajado para mantener vivo, no solo el recuerdo del Holocausto, también, y sobre todo, el debate sobre lo que supuso y supone ser judío tras el exterminio.
Los escenarios son necesariamente austeros y el empleo del blanco y negro acentúa la expresividad gestual de los personajes: en sus miradas hurañas, desafiantes o llenas de paz cuando no hay culpa descansa todo el peso de esta película en la que apenas tiene presencia nada que no apunte a lo esencial.