Facundo de Zuviría tomó la cámara por primera vez siendo un niño, era una Eho, y decidió dedicarse por completo a la fotografía en el inicio de los ochenta, recién terminados sus estudios de Derecho. Buenos Aires, su ciudad natal, se convirtió no ya en el escenario de su trabajo, sino en el centro temático, y de algún modo la musa, de su obra, que ha venido realizando tanto por encargo (para publicaciones como La Nación o La Prensa, o para iniciativas públicas como el Programa Cultural en Barrios de la Secretaría de Cultura de la capital argentina), como por impulso propio, bajo la influencia de Horacio Coppola, de quien fue discípulo; de Walker Evans, de quien dice que inventó en sus imágenes la América del siglo XX y del que admira la precisión de sus encuadres; de Hopper o Rómulo Macció.
La Fundación MAPFRE le dedica en Madrid su primera antología española, bajo el comisariado de Alexis Fabry: nos ofrece un repaso de los frutos de esa obsesión bonaerense en forma de dos centenares de retratos de escaparates, arquitecturas y una señalización callejera que, por parcialmente desfasada, sugiere una evidente melancolía. En su atención a signos muy propios de la moderna sociedad de consumo, como vallas publicitarias, carteles, rótulos de bares o restaurantes podemos apreciar ecos pop, probablemente inconscientes, pero a Zuviría le interesa fundamentalmente captar las esencias de su ciudad, que no encuentra en su centro sino en los barrios que hasta hace unas décadas eran periféricos, zonas que atesoran una idiosincrasia de la que carecen los más impersonales desarrollos urbanísticos modernos. En concreto, Buenos Aires es para Zuviría las casas bajas, esa cosa de pampa edificada, que es llanura con mucho cielo. Las fachadas de los negocios de 8,66 metros, dos ventanas laterales y una puerta central que forman un tríptico, y dentro de esa estructura, todas las variedades posibles.
Aquellos modelos, esos escaparates, le ofrecían la oportunidad de encontrar particularidades, de experimentar con los detalles; en el fondo, el gran asunto de su producción es la cultura popular en sus manifestaciones arquitectónicas y comerciales, tan presente por otro lado en el conjunto de la fotografía latinoamericana: nunca se ha fijado en las residencias de arquitectos, ni en las tiendas de grandes firmas, y tampoco ha sido su voluntad, en ningún momento, captar la miseria, sino los escenarios donde hace vida y oficio la clase media. En su búsqueda traza tipologías, que son arbitrarias porque son precisamente suyas, y atisba variaciones inagotables, por eso siempre ha fotografiado, y afirma que siempre lo hará, estampas porteñas: es Buenos Aires su fuente de inspiración infinita.
Entre esas variaciones se encuentran sus Siestas argentinas. El corralito que inició este siglo en aquel país, y que causó una honda crisis financiera y comercial, derivó en el cierre de muchos establecimientos, cuyas persianas bajadas ha inmortalizado, en tomas frontales, una y otra vez Zuviría como metáfora de aquel tiempo convulso que, como ha reconocido, terminó extendiéndose más de lo que el título de su serie apuntaba. Otra forma de siesta la constituyen las que llama persianas enrejadas, para proteger a las viviendas de robos que en aquel momento también crecieron.
Entre los doscientos trabajos reunidos en Recoletos (casi únicamente copias de época impresas por el autor poco después de tomar sus fotos, o un tiempo después pero respetando procesos muy concretos escogidos por él), no distinguiremos apenas figuras humanas y, cuando las veamos, no serán el motivo central: ha explicado hoy Zuviría que prefiere centrarse en las texturas y formas de la arquitectura y la gráfica urbanas antes que incomodar quizá a viandantes, y que ama el trabajo espontáneo, aquel que no requiere permisos. Como el que le proporcionan carteles como el de su emblemático Gaucho pop (1985), en el que el cuerpo del arquetipo argentino aparece desnudo y arrugado, confundiéndose los pliegues del papel con los de su piel y portando un puñal que parece remitir a una violencia social solapada.
Es posible extraer lecturas políticas de estas imágenes, como reconoce el artista, pero su intención en ellas no es desplegar visiones críticas, sino más bien retratos de la ciudad que ama y de formas de vida que decaen (sombreros de Elvira que ya nadie compra, máquinas de escribir, lavanderías en desuso) en estampas que nacen, como buen lector de Borges, del deambular por las calles haciéndolas suyas, atento. La mayor parte de las composiciones destacan por desprender cercanía y frescura, por manifestar la agilidad con que fueron tomadas, pero resultan más austeras las pertenecientes a la mencionada serie Siesta argentina (esos locales vacíos o cerrados, abandonados y a veces captados en blanco y negro desde la nitidez de la frontalidad, recordando a las arquitecturas de los Becher) y al conjunto Frontalismo, que comenzó en 2010 y que se nutre de sus esenciales fachadas capturadas de frente, de viviendas, de tiendas o de edificios de función no identificada. Zuviría detecta en ellas, ha explicado, una forma de argentinidad, de protección de lo exterior, y también composiciones abstractas y sintéticas, más allá de su carácter documental o realista.
Estas últimas serán fotografías digitales: le costó abandonar las cámaras analógicas, pero desde que probó su alternativa en 2006 apenas ha trabajado con ellas, reservándolas para el blanco y negro.
Facundo de Zuviría. “Estampas porteñas”
FUNDACIÓN MAPFRE. SALA RECOLETOS
Paseo de Recoletos, 23
Madrid
Del 11 de febrero al 7 de mayo de 2023
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