Van Dyck perteneció a la generación posterior a Rubens, pero murió solo un año después que él. Mantuvo, no obstante, una vida intensa: niño prodigio, tenía discípulos con solo dieciséis años y a los dieciocho era el auxiliar más importante del autor de Las tres gracias. En general, podemos considerarlo un hombre afortunado, pues conoció una sucesión de triunfos.
Se formó en Italia (le sonrió la suerte en Génova, Venecia, Roma y Palermo) y, como Rubens, aprendió con voluntad de los maestros: su libro de apuntes demuestra que copiaba con ahínco las composiciones que llamaban su atención. Sus éxitos italianos llegaron a la corte inglesa, hasta el punto de que Carlos I le ofreció ser primer pintor, mansión en Londres y una villa de verano cerca de la ciudad. Era el año 1632, él aceptó, claro, y residió en Inglaterra el resto de su vida.
Aún era un hombre joven y parece que el testimonio de un escritor lo señala como una mezcla de querubín y don Juan (alguien consciente de su suerte, en cualquier caso). Tras una cadena brillante de aventuras y éxitos artísticos, se casó con una noble inglesa (Mary Ruthven) y murió solo dos años después de la boda, al poco de haber cumplido los cuarenta. Como ocurre siempre, dónde hubiera llegado su arte de vivir un par de décadas más queda para las hipótesis.
Demostró ser discípulo rubensiano pero con personalidad propia: no tuvo sus dotes ni sus ambiciones ni su fantasía, pero seguramente fue más correcto en el dibujo. Reaccionó contra el ideal humano de su mentor y, aunque mantuvo algunos tipos difíciles de distinguir de los de aquel, dotó a los suyos, en general, de proporciones más alargadas y elegantes y de gestos distinguidos. Esos son los sellos de su pintura.
Cuidadoso en las composiciones, estudiaba con tiento las actividades de sus modelos y la forma de relacionarlos. El fuego de Rubens no existe aquí, pero estas obras resultaban tan armónicas y agradables que, difundidas en grabados, se copiaron casi tanto como las de Rafael.
Con el tono que su propio temperamento imponía, no obstante, la producción de Van Dyck supone, en cierto modo, una prolongación de la del flamenco en lo que se refiere a retratos y obras religiosas.
En estas últimas, la influencia de Rubens es intensa, pero en su Apostolado los modelos carecen de la corpulencia de los de aquel y delatan la preocupación de Van Dyck por representar actitudes elegantes. El ímpetu de su referente, unido a su muy correcto sentido de la forma, le permitieron crear en su juventud una obra de tan primer nivel como el Prendimiento, que el mismo Rubens conservó hasta su muerte (después lo compró Felipe IV, por eso forma parte de los fondos del Prado). Destaca el vigor trágico de la contraposición entre el grupo que sigue a Judas y la serenidad de Jesús.
Muy barroca por el movimiento en diagonal de la composición y el huir de sus líneas principales fuera del lienzo es la Piedad, del Prado también. Al compararla con la centrada y recogida de Miguel Ángel, apreciamos los extremos a los que llegó la sensibilidad del momento. El gran número de copias que de ella se conservan prueba lo bien que debió interpretar el gusto de la época.
Pero Van Dyck es, sobre todo, estimado como retratista. En su juventud, también en este género, la influencia rubensiana fue notable: en el retrato que realizó de su amigo Snyders y su esposa, apuntaba, pese a lo temprano de la obra, su tendencia a buscar elegancia, pero también su respeto al maestro y el respeto al natural.
Las cosas cambiaron cuando abandonó el taller de Rubens y viajó a Italia. Con él había aprendido la técnica, pero el verdadero retrato con el sello Van Dyck nació en los salones de los palacios genoveses. La burguesía y sus amigos flamencos son reemplazados por la nobleza italiana en sus lienzos, su estilo se hace más halagador y las actitudes elegantes y graciosas suceden a la naturalidad flamenca. Posiblemente la marquesa de Spinola, los Brignole Sale, los Adorno o el cardenal Bentivoglio fueran los modelos soñados por el joven pintor.
Al trasladarse a Inglaterra, aún disfrutó Van Dyck de los últimos años del Carlos I coleccionista, enamorado de la pintura, que precedieron a la aparición de Cromwell. Tras la aristocracia italiana, se fijó en la británica, y el tipo de retrato que había alumbrado en Génova dio frutos más sazonados. En dos ocasiones retrató al monarca: una vez vestido de sedas y con parque en el fondo (Louvre) y en otra paseando sobre un caballo de movimientos suaves (Windsor). En este último, casi frontal, no son la masa y la fuerza del animal lo llamativo, sino las esbeltas proporciones del conjunto y el andar elegante de aquel. También retrató con gentil figura a la reina Enriqueta, envuelta en rasos y sedas.
Además del tipo de retrato más habitual de media figura, Van Dyck no solo generalizó el tizianesco de cuerpo entero, sino que hizo triunfar el retrato doble -ya elevado por Holbein- en el que contrapone la actitud de dos personajes. De este tipo es su autorretrato en el Prado, de medio cuerpo, cediendo la derecha a Endimión Porter, el asesor artístico y amigo de Carlos I, y sobre todo el de cuerpo entero de los condes de Bristol y Bedford y el de John y Bernard Stuart, en el que para acusar el alargamiento del grupo coloca a cada personaje en un plano diferente.
La aristocracia inglesa le exigía más retratos de los que él podía llevar a cabo, así que Van Dyck terminó por limitarse a pintar los rostros y creó un taller al que encomendar el resto de las obras. Los imitadores no tardaron en formarse y hoy, en los palacios ingleses, son incontables los retratos vandyckianos en los que su mano se diluye tanto que, a veces, desaparece. Podemos afirmar que su influencia en la formación de los retratistas ingleses fue decisiva.