Entre las pinturas que quedan en el recuerdo de quienes visitan Kunstmuseum Basel puede que se encuentre Ulises y Calipso de Böcklin, artista nacido en esa misma ciudad suiza, Basilea, en 1827 y cuyas mejores obras destacan por su óptica simbolista, siendo una de las figuras fundamentales en su país de este movimiento nacido en el último tercio del siglo XIX, como reacción al impresionismo y el postimpresionismo.
En esa composición, la figura azul, que nos da la espalda, de un Ulises que parece contemplar ensimismado el horizonte se contrapone con una mujer sentada, Calipso, apoyada sobre un brazo, que se dirige a él con cierta actitud de súplica. El contraste procede de su piel blanca y de una tela rojo cereza y, tras ellos, quedan los oscuros peñascos de la orilla que nos impiden tener una vista amplia del mar y el cielo. La presentación del conjunto es tan clara y sencilla -con mínimos medios logra grandes resultados expresivos- que es muy fácil retenerla en la memoria, y este aspecto contribuye al carácter clásico de la obra, elaborada en Florencia en 1882.
Aunque el artista era un gran conocedor de Homero, aquí no ofrece la escena tal como aquel la escribió: este no es el Ulises sentado día tras día sobre las rocas de la orilla, llorando por la patria inaccesible; no se nos muestra desamparado ni en lamentación, como se supone que Calipso encontró al héroe cuando acudió a anunciarle su liberación. Si en 1869 el mismo autor había aprovechado el motivo que le ofrecía el texto para plasmar la figura solitaria de un Ulises sentado, que tiende los brazos hacia el mar, cerca de quince años después prefirió pintar al sufriente más bien desde la perspectiva del héroe, de pie y concentrado, como una figura inmóvil de perfil cortado en grandes líneas. Tampoco resulta homérica, a su lado, Calipso, a la que vemos sentada y con una lira a su alcance, pero manteniendo la mirada fija en su amado de espaldas: un reflejo de sentimiento que tampoco tiene cabida en el relato del aedo jonio.
El instante, la situación, según explica Heinrich Wölfflin en Reflexiones sobre la Historia del Arte, adquiere así un carácter duradero, reforzado por los contrastes formales a los que aludíamos: hablamos de dualidades de dirección (entre la figura de pie y la sentada), de tono (entre la figura oscura en medio de la luz y la clara en medio de las sombras) y de color (entre el azul frío y el rojo vivo); además, destacan otros elementos compositivos: la vertical de Ulises se alza con energía casi arquitectónica y el rojo de la tela de Calipso posee una saturación muy intensa y una gran fuerza lumínica.
Al lado de ese tapiz rojo y de la capa azul, el resto de colores resultan apagados: las rocas presentan un marrón neutro y el cielo y el mar son grises. Podemos deducir que nuestra imaginación trabaja más cuando ella misma debe procurarse la distancia que cuando se nos muestra realmente una amplia superficie. Asimismo, la reducción del color de las aguas a un gris que se funde con el del cielo corresponde más a la atmósfera del conjunto que al encanto de una superficie azul y alegre.
En un segundo vistazo puede llamarnos la atención la transparencia de la escena: los objetos se han reducido a unos pocos motivos y, si Homero describía la isla como un jardín frondoso, este paisaje solo muestra arena y rocas. La omisión de cualquier anécdota que escape al tema la explica solo en parte: a ella se suma un modo concreto de orientar la mirada. El trazado de los peñascos, con una larga línea oblicua de la figura en la piedra, conduce al espectador hasta Ulises, que de por sí podría no destacar pero que resulta reforzado por esas verticales auxiliares, mientras el arco de entrada a la gruta ofrece a Calipso la oportuna relevancia óptica y su posición se subraya a través de los dos bloques de piedra en primer plano.
Esos procedimientos vienen a auxiliar la mirada de modo discreto, al igual que la luz que resplandece en un plano intermedio, junto a las rocas, refuerza la línea de la mirada de Ulises y la profundidad de la pintura. Además, la relación recíproca entre las partes hace que la imagen se experimente de inmediato como un todo, y la figura masculina sostiene como un pilar el conjunto, en codependencia con el paisaje. Un ejemplo opuesto ciñéndonos al mismo artista lo encontraríamos, señala Wölfflin, en Villa junto al mar, donde quizá Ifigenia, figura triste en la orilla, carece de relación con el conjunto.
Ulises y Calipso es obra contemporánea a las célebres La isla de los muertos, La marcha de los dioses, El aventurero o El bosque del sacrificio; todas presentan características comunes y componen un grupo que se distingue tanto de Villa junto al mar que podríamos hablar, a partir de ellas, de un nuevo periodo en Böcklin, que venía afianzándose desde la década de 1860. Implicaría una mayor intensidad tanto en la expresión del júbilo como en la de la pena, una menor atención a lo heroico y una nueva relación con la naturaleza elemental. Atiende menos el suizo a los efectos pictóricos o los encubrimientos atmosféricos: la mera existencia se convierte en lo primordial y cada piedra o rama ganan peso por sí mismas; se añaden a ello una simplificación y una concentración acentuadas, claridad en la expresión de la forma y el color. En definitiva, un camino clásico, nada raro si tenemos en cuenta la edad madura del creador entonces y su asentamiento en Florencia desde 1874.
El asunto de Ulises y Calipso, por cierto, ya había sido tratado en Alemania en forma de mural: por Friedrich Peller y en la serie de paisajes de La Odisea en Weimar (y como obra aislada, en la casa de Schack, en Múnich). Preller había nacido, más o menos, un cuarto de siglo antes que Böcklin y elaboró estas imágenes cuando tenía su misma edad; sin embargo, en él no hay trazas de clasicismo y la grandeza interna reside no tanto en su mural como en la pintura autónoma, teniendo que ver con el tema en un sentido espiritual y sensible.
BIBLIOGRAFÍA
Heinrich Wölfflin. Reflexiones sobre la Historia del Arte. Península, 1988