Muerto Giorgione (muy prematuramente, incluso para su tiempo), el pintor en quien floreció su ideal artístico fue Tiziano, que murió, en cambio, casi centenario. Ya hablamos en esta sección de su ciclo de poesías para Felipe II, pero hoy repasaremos su trayectoria.
Nacido en un pequeño pueblo de los Alpes, fue discípulo de Bellini, pero, como decíamos, Giorgione fue su principal influencia. Recibió las mayores distinciones de príncipes extranjeros -Carlos V llegó a nombrarle conde de Palatino-, sin embargo, no se decidió a abandonar Venecia más que obligado por las circunstancias o para realizar trabajos puntuales, como los que le llevaron a Bolonia y Ausburgo para retratar al emperador. A edad avanzada viajó a Roma, pero por asuntos familiares y no artísticos.
Su vida, por tanto, transcurrió plácida en Venecia: se dejó acompañar por amistades como Aretino o Ariosto y la música fue una de sus mayores aficiones.
Gracias a su larga carrera, el estilo de Tiziano pudo evolucionar hasta el punto de que, si sus primeros trabajos son de corte bellinesco y superficies terminadas, en las últimas empleó una técnica deshecha. Algunos testimonios recogen que usaba pinceles como “escobas” y, para terminar algunas pinturas, se valía solo de los dedos (como Rembrandt en su última etapa, por cierto). El Cristo con la cruz a cuestas del Museo del Prado es buen ejemplo de la estética de su etapa final.
Entre sus obras juveniles, animadas plenamente por el estilo giorgionesco, podemos subrayar Las tres edades y, sobre todo, El amor sacro y el amor profano, en la Galleria Borghese. No conocemos con seguridad su significado, pero algunos expertos creen que representa a Venus despertando el amor por Jasón en Medea. Apoyadas en una fuente de mármol con relieves alegóricos de índole amorosa, el artista contrapone a las dos jóvenes, una vestida y otra desnuda, probablemente teniendo en mente El concierto campestre.
La música a la que aludía esa obra de Giorgione, y por la que Tiziano sentía tanta afición, le inspiró El concierto del Museo de los Uffizi, con figuras ahora de medio cuerpo y sobre fondo oscuro. Pinturas también tempranas y animadas por esa admiración por el autor de La tempestad son Bacanal de los andrios y Ofrenda a Venus, de nuevo en el Prado, pareja que con el Baco y Ariadna de la National Gallery de Londres constituye la serie que pintó para el duque de Ferrara.
En esa Bacanal, sobre un fondo donde el azul intenso del mar y las nubes doradas ganan un protagonismo inusitado, nos muestra Tiziano la alegría y la laxitud que son efectos del vino. Levantándolo en una bella jarra de vidrio veneciano, nos enseña cómo hace dormir profundamente tanto al viejo tendido en la colina del fondo como a la joven que, en primer término, aparece desnuda, inspirando la alegría de los que beben y bailan en el grupo central. También aquí tiene el pintor un recuerdo para la música: en la persona de su amada Violante, que, situada en primer plano, tiene la flauta en la mano y decora su pecho y su cabeza con violetas.
El asunto de la fábula pagana incluye en Tiziano otra serie importante, con origen en la Venus dormida de Giorgione. La más antigua de su mano, y más claramente influenciada por su maestro, es la de Urbino de los Uffizi: sus formas son tan juveniles como en la Venus de Dresde de aquel y su colocación también sería la misma si no fuera por una diferencia en uno de los brazos. Pero la Venus de Tiziano no reposa en el campo, sino en la habitación de un palacio: al fondo, unas criadas buscan sus vestidos en un arcón.
En las Venus posteriores del artista vemos una pérdida de juventud y formas más llenas, de acuerdo con su ideal de belleza femenina. También se colocan más de frente. Los dos ejemplos del Prado nos dicen que, para Tiziano, la música también es fiel compañera del amor.
Obras no menos bellas que las anteriores son, igualmente en el Prado, Dánae recibiendo a Júpiter en forma de lluvia de oro (uno de sus mejores desnudos) y Venus y Adonis, lienzo en el que, según explicó el propio Tiziano al enviarlo a Felipe II, para formar juego y complementar la obra anterior, en vez de presentar a la diosa de frente la muestra de espaldas.
Pero Tiziano también fue pintor de temas religiosos de primer orden. De época temprana son dos piezas en las que prueba que sabe disponer un elevado número de personajes con un sentido de la monumentalidad propio del Cinquecento: en la Asunción de Santa María del Frari, la Virgen asciende en actitud majestuosa sobre un grupo de gigantescas figuras de los apóstoles, que llenan la parte baja en torno al sepulcro vacío, y esa misma monumentalidad impera en la Virgen de los Pésaro, del mismo templo, donde dos enormes columnas vistas desde muy lejos, como la propia Virgen, prestan al escenario un tono grandioso muy acorde con los gustos de la época. Presentados por san Pedro, los Pésaro celebran la victoria sobre los franceses.
Alternando con temas de carácter mitológico, Tiziano continuó pintando toda su vida obras religiosas, entre ellas La Gloria del Museo del Prado. Sobre un paisaje que se pierde en la profundidad, imaginó suspendidos en el espacio, en primer término, a los profetas y santos que, escalonándose y alejándose hacia arriba, encuadran a la Trinidad y a la Virgen. Esta, envuelta en su manto azul, se dirige a las alturas. Dándoles frente en el lado opuesto y cubiertos por sus sudarios, quedan el Emperador, doña Isabel y Felipe II, pidiendo perdón por sus pecados. También el Prado cuanta con su Santo Entierro, Santa Margarita, el Ecce Homo y las Dolorosas. Obra religiosa muy característica de sus últimos años es, por último, la Coronación de espinas de la Pinacoteca de Múnich.
Sus retratos no desmerecen ni su obra religiosa ni la mitológica. De Carlos V, el Prado posee dos: el más temprano es el que lo presenta de pie y de cuerpo entero, acompañado por un mastín y vestido con el traje de corte que llevó al ser coronado rey de Lombardía; el otro se pintó en Augsburgo, tras la batalla de Mühlberg.
Los años transcurridos entre uno y otro no son muchos, pero el monarca, aún joven, aparece en el segundo avejentado y cargado de preocupaciones (como sabemos que era el caso). Tiziano renunció al paso de desfile, según la norma impuesta por la estatua ecuestre de Marco Aurelio, y lo muestra dirigiéndose rápidamente a algún lugar de peligro en la batalla, con ese tono natural tan propio de su obra. Tanto el color del caballo como el de la indumentaria responden plenamente a lo real.
Aún pintó Tiziano otro retrato de Carlos V: en este aparece en un sillón, como hombre de Estado. Se conserva en la Pinacoteca de Múnich.
Otros dos retratos suyos de Felipe II pertenecen al Prado: uno de joven con armadura y otro, de gran tamaño y compañero del de su padre en Mühlberg, en el que el rey ofrece a su hijo en acción de gracias por la victoria en Lepanto. Su retrato de la emperatriz Isabel, de medio cuerpo, no se hizo del natural, y retratos suyos, igualmente de primer orden y en el Prado, son los del Marqués del Vasto arengando a sus tropas y un Autorretrato, en el que Tiziano aparece anciano pero firme. Seguramente su simplicidad solo pudiera alcanzarla al final de una carrera sin par, conjugando las tonalidades con la delicadeza propia de la escuela veneciana, de la que fue su gran maestro.