Uno de esos ensayos de lectura habitual entre interesados en la estética japonesa y estudiantes de Historia del Arte (al menos no hace tanto) es el breve y sencillo Elogio de la sombra de Junichiro Tanizaki, autor japonés al que se le debe, además, una obra literaria no menor que en buena medida podemos relacionar con este texto: le interesaba captar ambientes y estados de ánimo envueltos en las brumas del misterio o lo oculto.
Data Elogio de la sombra de 1933, y estudia Tanizaki aquí la que considera diferencia medular entre los modos de mirar y de entender la belleza en Occidente y en Oriente: si en nuestra esfera cultural no podemos concebir la historia de la creación artística sin la luz, en Japón se ensalza el enigma que implica su ausencia, comprendiéndose lo bello, no como un concepto autónomo, sino como un juego de claroscuros, es decir, de modulaciones de lo umbrío.
Encuentra algunas razones (y consecuencias) de esa vital distancia y no la circunscribe al ámbito de lo plástico: considera que, más allá de temas y escenografías, el cine japonés difiere del europeo y norteamericano en su trabajo con oscuridades y contrastes y que con esa modulación de la luz puede relacionarse también el gusto por los susurros, las elipsis y las pausas en la oratoria nipona. Fijándonos en el soporte primero de tantas cosas, el papel, afirma Tanizaki que si los de origen occidental sugieren utilitarismo y los rayos de luz rebotan en su superficie, los japoneses hosho (de alta calidad, reservados a los edictos imperiales) o los chinos absorben esos rayos, son más agradables al tacto y se arrugan o pliegan sin hacer ruido. Podemos interpretar la ausencia o mitigación de la luz, de este modo, como una forma de silencio.
A Tanizaki la visión de un objeto brillante le suscita malestar y cree que esa es una actitud de raíz cultural y colectiva, por eso no pulen los japoneses sus hervidores, copas u objetos de plata y prefieren percibir cómo oscurecen en el tiempo hasta quedar ennegrecidos. No es que tengan nada en su país, explica, contra aquello que reluce, pero se han inclinado siempre por los reflejos profundos, algo velados, frente al brillo superficial y gélido; es decir, tanto en las piedras naturales como en las materias artificiales, por ese brillo ligeramente alterado que evoca irresistiblemente los efectos del paso del tiempo. Incluso reconociendo como sinónimo del paso del tiempo el desgaste provocado por las manos, lo que aquí llamamos roce: Al contrario que los occidentales, que se esfuerzan por eliminar radicalmente todo lo que sea suciedad, los extremo-orientales la conservan valiosamente y tal cual, para convertirla en un ingrediente de lo bello. Llega a reconocer que esa cualidad les apacigua el corazón y los nervios.
Volviendo al asunto que nos ocupa, la luz, cuenta el autor de La llave que la penumbra de los candelabros acentúa, como no pueden hacerlo las lámparas eléctricas, el encanto de las lacas japonesas, hoy sustituidas por cerámicas y por muchos consideradas rústicas y carentes de elegancia (quizá por culpa, apunta, de los nuevos dispositivos de iluminación). Aunque hoy se fabriquen lacas blancas, de siempre su superficie ha sido negra, marrón o roja, tonos que nacen de la estratificación de múltiples capas de oscuridad que podían tener algo de metáfora de las tinieblas de todas las vidas. Nos propone cierta prueba: Un cofre, una bandeja de mesa baja, un anaquel de laca decorado con oro molido pueden parecer llamativos, chillones, incluso vulgares; pero hagamos el siguiente experimento: dejemos el espacio que los rodea en una completa oscuridad, luego sustituyamos la luz solar o eléctrica por la luz de una única lámpara de aceite o de una vela y veremos inmediatamente que esos llamativos objetos cobran profundidad, sobriedad y densidad.
Un cofre, una bandeja de mesa baja, un anaquel de laca decorado con oro molido pueden parecer llamativos, chillones, incluso vulgares; pero hagamos el siguiente experimento: dejemos el espacio que los rodea en una completa oscuridad, luego sustituyamos la luz solar o eléctrica por la luz de una única lámpara de aceite o de una vela y veremos inmediatamente que esos llamativos objetos cobran profundidad, sobriedad y densidad.
Algunas de ellas, además, como la propia laca decorada con polvo de oro, no están realizadas para contemplarse, de una vez, en un lugar iluminado, sino para ser adivinadas en un lugar oscuro, en medio de una luz difusa que, por instantes, revela detalles, de modo que la mayor parte de su decorado suntuoso, oculto en la sombra, da lugar a resonancias difíciles de expresar con palabras. Es más, cuando se ubican en zonas oscuras, la brillantez de sus superficies radiantes puede reflejar la agitación de las llamas de un candelabro, desvelando cualquier corriente de aire que atraviese una estancia e incitando a la ensoñación. Una bombilla echaría a perder la magia de los rayos de luz que, como delgados hilos de agua que corren sobre las esteras para formar una superficie estancada, son captados uno aquí, otro allá, y luego se propagan, tenues, inciertos y centelleantes, tejiendo sobre la trama de la noche un damasco hecho con dibujos dorados.
Las cerámicas no permiten esos juegos de sombras y profundidad (y a Tanizaki no le sugieren una escritura tan refinada). Ahondando ya en la arquitectura, en templos, palacios y residencias niponas densas sombras quedan bajo los aleros, tan densas que, incluso de día, apenas podemos distinguir entradas, tabiques y pilares; parece que el primer paso del proceso de construcción de estos edificios fue disponer un tejado a modo de quitasol para determinar en el suelo un perímetro protegido de esa luz; en Occidente, afirma, más que del sol nos protegemos de la intemperie.
En realidad, se ha hecho de la necesidad virtud: por razones climáticas y ligadas a los materiales de construcción, el tejado hacia delante permitió en el pasado proteger las viviendas de viento y lluvia y, obligados a residir en estancias más bien oscuras, descubrieron los japoneses lo bello en la sombra y se sirvieron de ella con fines estéticos. La carencia de luz se relaciona en buena medida con la práctica ausencia de accesorios ornamentales, la depuración característica del diseño nipón, y para que la luz, de por sí atenuada, impregne las salas, estas se pintan con colores neutros, casi nunca brillantes; lo contrario desvanecería la sutilidad y discreción de los ambientes: Para nosotros, esa claridad sobre una pared, o más bien esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás.
También favorece la sombra la percepción de la maravilla del oro: en los lugares oscuros es donde se experimenta la fascinación de su color y también sus funciones prácticas, esto es, su rol de reflector. El brillo de la plata y otros metales se apaga deprisa, pero el dorado ilumina indefinidamente sin palidecer y su uso en hilos en los tejidos antiguos se debería a razones parecidas.
Son estos solo algunos ejemplos de los que se vale Tanizaki para explicar que, en el pensamiento japonés, lo bello no es un concepto independiente, sino un dibujo de sombras derivado de yuxtaposiciones. Y que como una piedra fosforescente, dispuesta en la oscuridad, emite una radiación y expuesta a la luz la pierde, de igual modo se desvanece la belleza al suprimirse los efectos de la sombra.
¿Por qué es una consideración esta eminentemente japonesa? Tendríamos que zambullirnos en el terreno de la historia y la sociología y someramente él lo hace: esboza la teoría de que tienden los orientales a ajustarse a sus límites y adaptarse a lo presente sin experimentar, por lo que no han llegado a sentir repulsión alguna hacia lo oscuro, sino todo lo contrario. En nuestra cultura, sin embargo, ansiando siempre el progreso, supuestas condiciones mejores a las actuales, habríamos tratado de acabar con todo resquicio velado.
BIBLIOGRAFÍA
Junichiro Tanizaki. El elogio de la sombra. Siruela, 2011