Si pensamos en un artista que represente para nosotros el espíritu mediterráneo, muy probablemente recordemos… a Sorolla. Tras una estancia en Italia, el pintor valenciano comenzó a desarrollar en 1890 temas costumbristas con ambientación popular o huertana, en un estilo distinto al de Ignacio Pinazo, más académico y descriptivo. Pero no fue hasta avanzada aquella década cuando el mar centró casi toda su atención, más como espacio de trabajo para sus paisanos que como lugar de ocio.
En principio, abundan entre sus pinturas las dedicadas a marineros y pescadores que faenan en las orillas; también vemos pequeños apuntes de barcos en la playa, barracas, astilleros y embarcaderos. Las composiciones con las que participó en la Exposición Nacional de 1881 eran marinas: apacibles vistas del puerto valenciano bañadas por la luz y con esquemas compositivos más bien convencionales, en la estela de la tradición de marinas de esta zona. Como Blasco Ibáñez en lo literario, recuperó Sorolla, desde un enfoque contemporáneo, un interés patente en la cultura por el mar, que hasta entonces ningún artista había abordado.
Es verdad que, un tiempo antes, Pinazo había representado, desde una perspectiva moderna y en pequeñas composiciones, el goce que representaba la playa, pero quien desarrolló este tema como nuevo género con derivas académicas y modernistas fue Sorolla: en la playa se atisba lo mejor, y también lo más evolutivo, de su producción. La vuelta de la pesca, que se premió en el Salón de París de 1895, es una obra esencial que lo reafirmó en su senda emprendida y le abrió un abanico de perspectivas; nació así en su trabajo un luminismo contenido y teñido de sobriedad clasicista, expresado en los gestos y las posturas de los pescadores del primer término.
A este lienzo le siguieron otros muchos con escenas laborales o de reposo en torno a los barcos de pesca que llegaban a la playa, pero fue Triste herencia (1899) la obra que inició, en gran formato, el tema del baño, suponiendo también una culminación del naturalismo en su autor. Le valió una medalla en la Exposición Universal de París de 1900 y otra de honor en la Nacional de Madrid en 1901: sintetiza su trayectoria anterior, al tiempo que contiene el germen de la siguiente. Influido por los postulados del determinismo, presenta, con una visión conmovedora, las consecuencias que en unos inocentes niños tienen las enfermedades de sus padres: las secuelas de la pobreza y la degradación.
Esta escena muestra el momento del baño de estos chicos bajo la mirada de los religiosos que se encargan de ellos, y se trata de la primera gran composición de Sorolla que se refiere al baño infantil en la playa mediterránea. Esa imagen de dolor y enfermedad es paralela a la expresión del placer que ofrece la naturaleza (en relación con el contacto con el agua), una momentánea alegría de vivir más allá de las penas del destino. El dinamismo y la vitalidad de la pintura de Sorolla se condensan en esta composición.
A partir de 1900, los niños bañistas que disfrutan del sol y el mar en el Mediterráneo se convirtieron en tema recurrente y exitoso para Sorolla, en obras desenfadadas que expresan júbilo. Niños disfrutando en el mar los presentaban también el danés Kroyer o el alemán Liebermann; los bañistas desnudos y empapados aparecen, en principio, asociados a las escenas de pescadores, pero progresivamente protagonizan asuntos con entidad propia a través de los que Sorolla concibe una visión de la playa hedonista y poética.
Su pintura se acusó de paganismo, pero este puede considerarse un elogio a un espíritu mediterráneo que aspiraba a la libertad: paganismo y clasicismo se aúnan a pleno sol en las creaciones del valenciano. El motivo alcanzaría una de sus cimas durante la estancia de Sorolla en Jávea, en 1905; algunas de sus pinturas en esa línea, donde madura su modernismo impresionista, fueron fruto de esa estancia. Los cuerpos de los niños nadadores representan el retorno ideal a la naturaleza, una vivencia idílica en la que se canta a la belleza de la infancia y primera juventud como edad de oro. Todos sus modelos sugieren disfrute, regocijo, y los niños muestran sus cuerpos sin recato; las niñas, por el contrario, se cubren con túnicas largas, salvo las muy pequeñas. Después de 1905, cuando el modernismo triunfaba en las exposiciones nacionales gracias a los discípulos de Sorolla, él mismo dejó pruebas de su trabajo en esa corriente, que tocaba realmente a su fin.
Este autor, que siempre agradeció el magisterio de su amigo Pinazo y practicó hábilmente, como él, el pequeño formato (el llamado repente, de tradición en Valencia), dio un vuelco a aquellos temas al descubrir y aplicar un tratamiento del color muy novedoso que, aunque contaba con el precedente de Fortuny o el mismo Pinazo, llevó hasta límites desconocidos haciendo estallar el cuadro en destellos deslumbrantes de luz y color.
Mauricio López-Roberts se refirió al artista como un “cazador de impresiones”; en Blanco y Negro escribió, en 1906: Y los ojos del pintor, ojos muy abiertos, decididos, que miran francamente, ojos de marino o de explorador, que lo ven lejos y lo ven todo, se emocionan contemplando los aspectos movibles y luminosos de las olas, las sombras fuertes, enérgicas, que negrean sobre el áureo manto de la playa.
En sus estampas playeras o marineras en formatos reducidos, Sorolla volvía a mostrar su tendencia a los encuadres fotográficos buscando una mayor instantaneidad y naturalidad. Los cortes de planos y figuras hacen al espectador más partícipe de la escena, situándolo en un espacio inmediato; leves toques maestros sugieren del todo ambientes y actitudes.
El verano de 1908 Sorolla lo pasó nuevamente en Valencia, llevando a cabo un destacado conjunto de pinturas que igualmente tuvieron como motivo a los niños o adolescentes junto al mar. Su discípulo, y crítico de arte, Manaut Viglietti definió esta serie de bañistas como una creación dionisiaca; la pareja que aparece en ¡Al agua! refleja ese ideal arcádico que se encontraba en la infancia.
En las playas del valenciano, de cualquier formato, se impone la sugestión de un color libre y autónomo, y la manera de capturar la vibración solar que resbala sobre la espuma de las olas, la arena o los cuerpos de los niños suscitó tal conmoción que el entusiasmo en torno a su obra fue semejante al obtenido por el citado Blasco Ibáñez, amigo suyo además, en el campo literario. Tuvo eco inmediato entre otros autores valencianos, encandilados por la luminosidad de sus trabajos.