Cuenta Vicente Valero, en Breviario provenzal, que mientras se dirigía hacia la Montaña de Santa Victoria que tanto inspiró a Cézanne pensó que este autor culminó, involuntariamente y seis siglos después, lo que Petrarca había iniciado no muy lejos, en el Mont Ventoux, la otra montaña emblemática de esa región francesa. En el siglo XIV, el poeta de Arezzo renunció por causas religiosas a penetrar en el interior del paisaje, en la profundidad de la naturaleza -siguiendo a san Agustín, entendía que lo verdaderamente importante estaba en el interior de sí mismo y no en el exterior-, mientras que el pintor, sin embargo, descubrió que los colores, como expresión pura de esas profundidades, eran “la carne resplandeciente de las ideas y de Dios”.
Cézanne también era creyente, pero vio en este entorno otra forma de experiencia religiosa; suya es la frase Estar así ante el paisaje: sacar de él la religión, que parece que conmocionó a Rilke. Podría haber subido a la cima de Santa Victoria pertrechado de algún libro de san Agustín, como De pulchritudine simulacrum, y haber leído en él que la función artística consiste en imitar lo creado, lo que descendería al artista a niveles inferiores y degradaría, quizá a su vez, el ejercicio del arte; pero el francés no copiaba, como sabían bien sus vecinos en Aix-en-Provence, que para explicar el aspecto extraño de sus telas le atribuyeron una deformación óptica. Incluso Huysmans se refirió a sus “pinturas enfermas”.
En realidad, casi todas las obras artísticas encierran una teoría de la visión y la de Cézanne se basaba en la liberación de los objetos respecto a las líneas que los contienen; buscaba que aprendiésemos a contemplar rostros, paisajes, frutas, de un modo nuevo: únicamente a través de los colores y de la relación entre ellos. Afirmó que es, el color, el lugar donde nuestro cerebro y el universo se encuentran, y ahondó en ello: La materia de nuestro arte está ahí, en lo que piensan nuestros ojos… La naturaleza se las arregla siempre, cuando la respetamos, para decir lo que significa.
Volviendo a Santa Victoria, la montaña fue la obsesión del pintor en la última década de su vida: se convirtió en su motivo definitivo, el objeto principal de su pintura final. Como el protagonista de La obra maestra desconocida de Balzac, un texto que el mismo Cézanne recomendaba leer al menos una vez al año, acabó pintando una única idea, que siempre estaba ahí para él y cuya presencia se imponía con fuerza y con colores cambiantes. Existen fotos suyas pintando del natural, en un camino y junto a una pared de piedra, en 1906, el año en que murió: llevaba levita, chaleco y sombrero, pero sus ropas parecen ajadas, de una elegancia solo aparente; la que sí es auténtica es su forma de tomar el pincel y su expresión corporal mientras contempla el motivo.
Ese motivo, Santa Victoria, es una montaña particular: no es especialmente alta y resulta muy distinta al Mont Ventoux; se trata de un macizo grisáceo y sin vegetación, alargado y monócromo. Uno de sus extremos, el que siempre podía ver el artista, parece cónico y ofrece mayor altura, como aparece en sus lienzos. Es fácil que adquiera tonos rojizos o azulados, porque su superficie desnuda a veces parece la de un espejo, pero es también una montaña poco propicia para los simbolismos habituales, y tampoco para la escalada.
En definitiva, el viaje a la montaña de Cézanne era muy distinto al de Petrarca: Santa Victoria no sugiere una subida, sino una mirada capaz de penetrar en la tierra, en el color geológico de la montaña; tenemos que fijarnos en las sombras, la luz, las nubes. Cuando Rilke, volvemos al poeta, visitó Aix-en-Provence en 1909, dos años después de haber acudido a una muestra póstuma del artista en París que le satisfizo mucho, decidió subir caminando hasta la colline sur Lauves para contemplar la montaña desde allí, y cuando llegó fatigado, según contó, perdió la visión durante un cuarto de hora de incertidumbre. Al recuperarla, pudo contemplar Santa Victoria, pero sin poder distinguir sus tonos, los que le regalaba el cielo provenzal.
Ese cielo, como recuerda Valero, inspiró también a otro poeta, Francis Ponge, que escribió en 1941, a propósito de uno de sus viajes: Lo más importante fue la visión fugitiva de la campiña de Provenza en el lugar llamado Las Tres Palomas o La Mounine, durante la subida en autocar desde Marsella a Aix, entre las ocho y media y las nueve de la mañana (…) Campiña de vegetación gris, con verde amarillo de esmalte que aflora pese a todo, bajo un cielo azul plomizo (entre la hierba doncella y la mina de lápiz), de una inmovilidad, de una autoridad terribles… Y dijo más: Tendría que volver allí, como un paisajista regresa a su motivo repetidas veces.
Lo que Ponge vio aquella vez fue un estallido de cielo en su diálogo constante con la tierra y su trabajo, como el de Cézanne, consistiría en regresar al motivo una y otra vez, hasta hacer posible la desesperación misma de ese proceso. Esta región permite, para el mismo autor, disfrutar de la noche en pleno día y bajo el sol, de un matrimonio del día y la noche, de la presencia constante del infinito intersideral que da su gravedad a la existencia humana.
Continuando la ruta de Valero hacia Santa Victoria habiendo superado Les Lauves, la montaña adquiere algunas formas no previstas hasta tomar un aspecto pesado y alargado. Peter Handke, que también escribió sobre ella, dijo que da la impresión de haber caído desde arriba (…) como un fluido que luego se hubiera solidificado aquí en forma de pequeño macizo cósmico. Desde el embalse de Bimont, en su falda (que construyó el padre de Zola, que era ingeniero), podemos apreciar su cara amable, la que pintase Cézanne, pero la vista es totalmente diferente desde Vauvenargues: aquí parece una muralla impenetrable.
Entre ese pueblo, el de Vauvenargues, y la propia montaña, quedan un bosque y un castillo: en él se instaló Picasso en 1959, aquí está enterrado y aquí comenzó a desarrollar una manera de pintar brutal y espontánea. No sabemos si la experiencia cezanniana influyó en su decisión de establecerse en este lugar, pero sí que llegar a él supuso un cambio importante en la vida y las costumbres del malagueño y que no siempre él y Jacqueline Roque debieron llevarlo bien, de ahí que residieran temporalmente también en Cannes y, desde 1961, siempre en Mougins; en todo caso, en el breve tiempo en que permaneció de forma permanente en Vauvenargues pintó también la montaña desde la perspectiva que le ofrecía el castillo, muy distinta a la que adoptó el precursor del cubismo, y una de sus mejores obras últimas: su versión de Le Déjeuner sur l´herbe, en la que el jardín ameno de la pintura de Manet es sustituido por un bosque enmarañado. Efectivamente, el que tenía delante.
BIBLIOGRAFÍA
Vicente Valero. Breviario provenzal. Periférica, 2021