No podemos adentrarnos en la obra de Botticelli sin tener en cuenta el trasfondo de cultura humanística y platónica que conoció en Florencia en la segunda mitad del Quattrocento, en torno a Lorenzo el Magnífico; un concepto de belleza que ya no tendrá que ver con la medida sensible de lo terrenal, sino con la espiritualidad que trasciende lo corporal. Como amigo de Lorenzo, interpretó en el conjunto de su pintura las ideas formuladas en Via Larga o en la villa de Careggi por Ficino, Bernardo Nubi, Tomaso Benci o el obispo de Fiésole, Antonio degli Agli, en forma de un sistema formal de elegancia amanerada y referencias simbólicas e ideales muy sutiles.
Nacido en 1445 en Florencia, se formó en los talleres de Lippi y Verrocchio y, en 1470, recién estrenado el suyo propio, Tomaso Soderini, nuevo cónsul del Arte de la Mercadería y hombre de confianza de Lorenzo el Magnífico, le encargó dos tablas de las Virtudes que ya habían sido encomendadas a Pollaiolo. Es una demostración del favor con el que contaba el artista en la acaudalada familia, por más que solo pudiera llevar a término la primera (La Fortaleza), ante la protesta de Pollaiolo, que obtuvo la restitución de esta comisión.
Para varios miembros de este clan, realizaría Botticelli retratos, telas, decoración de paredes, arcones, estandartes (incluso preparó dibujos para bordados). Enamorado de la belleza culta y refinada, el papa Sixto IV lo llamó a Roma en 1481 para iniciar los frescos de la recién creada Capilla Sixtina junto a Ghirlandaio o El Perugino; y en el mismo periodo es reclamado en Milán, por un emisario de Ludovico el Moro. Sin embargo, tras una probable crisis de carácter moral, quizá relacionada con el caso de Savonarola, y un paulatino distanciamiento del gusto del público, el silencio cubrió los últimos años de su vida; estuvo mucho tiempo enfermo, quizá paralítico, y murió en la pobreza.
SU PRIMERA FORMACIÓN, JUNTO A LIPPI
No sabemos exactamente cuándo entró Botticelli en el taller de Lippi, quizá hacia 1460. En el trabajo de este autor se aprecian elementos simbólicos y expresionistas propios del gótico, como las mayores proporciones dadas a las figuras más importantes y la gracia de las líneas onduladas, así como las arquitecturas que indican el espacio donde se desenvuelven las acciones y que se abren en primeros planos absolutos; no obstante, en ciertas áreas, se aprecia que sabía aplicar perfectamente las reglas de la perspectiva lineal. Estos rasgos los encontramos también en el primer Botticelli, pese a que su temperamento refinado esté muy lejos de la vitalidad enérgica de fray Filippo.
En lo iconográfico, las primeras Madonnas en las que pudo participar el autor de La primavera derivan de la célebre Virgen con el Niño y san Juan Niño de Lippi, con una luz dulce, que parece reblandecer superficies y volúmenes, y volumetrías escasas. En el maestro, la perspectiva, vaciada en su valor de orden lógico supremo estructural de la realidad, pero mantenida como instrumento de evocación visual, no implica ya una visión integral del mundo, sino que se convierte en un mero procedimiento técnico; Botticelli, quizá por influencia directa de aquel, tampoco acoge la vasta serie de desafíos relacionados con ella en lo relativo a la centralidad física del ser humano, inclinándose hacia consideraciones místicas y naturalistas.
SUS COMPOSICIONES JUVENILES
La primera obra documentada de Botticelli revela que otras personalidades, además de Lippi, influyeron en su producción temprana. La semejanza de la mencionada Fortaleza (1470) con la Fe de Verrocchio, para el mismo lugar (el Arte de la Mercadería), demuestra un conocimiento profundo de los modos estilísticos de aquel; si nos fijamos, más tarde, en la Virgen de la galería y la Virgen del rosal, cercanas a la sensibilidad de sus obras más maduras, advertiremos un intento de mayor consolidación formal, de tono cercano a Verrocchio.
Entre 1468 y 1470, año en que, como dijimos, puso Botticelli taller por su cuenta, estuvo efectivamente en el obrador de aquel, como demuestra otro grupo de Madonnas en las que se repite la composición en tres figuras, la Virgen y los niños, dentro de un espacio arquitectónico abierto sobre un fondo de árboles y cielo. Se trata con seguridad de ejercicios en los que hallamos notas aún desusadas en el lenguaje de este autor, como una definición plástica rígida a la que trata de sustraerse tímidamente con la introducción de alguna actitud distraída y de gestos sentimentales.
En la Virgen con el Niño y dos ángeles, la influencia de Verrocchio se aprecia en el corte limpio de los cipreses, el peso de la aureola que parece un platillo y el brillo metálico del ropaje; podemos pensar en los lienzos enyesados, ejercicio académico común para los florentinos reunidos en torno al artífice del Monumento a Bartolomeo Colleoni, incluido Leonardo.
Pero en la misma tabla de la Fortaleza vemos la impronta de Pollaiolo: su tensión lineal, su purificación de los elementos esenciales… que anticiparían la posterior línea límpida y modulada de Botticelli, una organización compositiva lírica, aparentemente precisa y a la vez ambigua. En el mismo tiempo, resulta especialmente interesante su Adoración de los Magos: un abigarrado triángulo de personajes y caballos, muy dinámicos y distribuidos sobre un plano inclinado, forma cuña en profundidad; en el vértice, en una hornacina que transmite recogimiento, se halla la Virgen con el Niño; y dominan la multitud ruinas de antiguos edificios dispuestas como bastidores, y finalmente el paisaje, con un cielo muy luminoso.
Un sistema compositivo semejante y la misma búsqueda de un movimiento al infinito los encontramos en el Descubrimiento del cadáver de Holofernes: ofrece un movimiento leve de líneas que se convierten en pura música, un tiempo suspenso de calma.
En su San Sebastián de Berlín, que probablemente se le encargó para Santa María in Fiore en 1474, se han atisbado huellas del que pudo conocer en el taller de Pollaiolo, pero lo distancian del modelo la armonía de las carnes verdosas, libres de contorsiones, la ausencia de dramatismo y la disposición del santo en primer plano, de manera ni indolente ni vibrante, sino desconcertante y alusiva. Más que ser una figura ocupando un espacio, se trata de un mito, un símbolo dirigido a la mente.
EL CAMINO HACIA LA PRIMAVERA
También hacia 1474, de regreso de Pisa, donde había dejado inacabado un fresco en su Camposanto, Botticelli estrechó amistad con Ficino, Poliziano, Landino y otros literatos humanistas neoplatónicos, de cuyas teorías filosóficas se empapó: su pintura nos resulta índice de la crisis espiritual y de los sistemas figurativos de la segunda mitad del siglo XV, que es a la vez crisis del espacio lógico y perspectívico y de la visión del mundo ligada a él. Cuando aparecen en Florencia las obras flamencas, en las que las relaciones entre espacio y objeto se resuelven de modo muy distinto a la problemática de la perspectiva, tanto Leonardo como el florentino se interesaron por ellas, pero si el primero advirtió el grado de observación directa y empírica de la realidad que contenían, Botticelli vio en estas imágenes representaciones de la naturaleza como objeto material, y por tanto no idealizado.
La fuente más cercana a su Primavera será seguramente Ficino, que reflexionaba en la misma época sobre el significado complejo de Venus. Esta obra perteneció a Lorenzo de Pierfrancesco, primo de Lorenzo el Magnífico, que la hizo ejecutar para la Villa del Castello, y de su educación se encargaba entonces, precisamente… Ficino. Todos podemos evocar la atmósfera del bosquecillo, a Venus y su gesto de gracia sorprendida, las hijas del aire en danza inmóvil, a Flora abrazada por el violento viento azul, al pequeño Cupido vendado…
Esta pintura se ha relacionado, además, con las Stanze de Poliziano para el torneo mediceo y con la poética leyenda del amor de Giuliano de Médicis por la genovesa Simonetta Vespucci, pero, como ha señalado Pierre Francastel, no es suficiente poner esta composición en relación con la literatura existente, sino también con las especulaciones del círculo mediceo. El reino de Venus, entonces, no era solo una fantasía pagana o neoplatónica, sino la expresión de reales y difusas aspiraciones a la vida contemplativa, una alegoría similar a la de las fiestas del mayo florentino: la señal de una sociedad llegada al punto culminante de su equilibrio.
Gombrich considera esta pintura un manifiesto programático de la Academia platónica; una carta dirigida por Ficino a Lorenzo de Pierfrancesco aborda el valor de la belleza, de la que es símbolo Venus, como intermedio amoroso que es vía del retorno a lo divino, teoría que aparece también en las figuraciones simbólicas de los tapices de Villa del Castello, en las que un salvaje es introducido en el templo de la filosofía por una bella ninfa.
Si, para Ficino, la vista es el sentido que mejor puede conducir al espíritu, es probable que él mismo aconsejase traducir los símbolos a términos figurativos, pero para comprender el significado de esta obra hay que recurrir también a otros textos. Gombrich sugiere a Apuleyo, escritor de intensa sensualidad: un pasaje del Asno de oro describe la aparición de Venus en el juicio de Paris, y este texto ha dado pie a muchas interpretaciones alegóricas en relación con la ascensión del alma humana a través de la gracia celestial. En los escritos contemporáneos de Landino y Pico della Mirandola es posible encontrar, además, el significado astrológico específico de los compañeros de Venus.
En todo caso, esa lectura ligada a los dioses clásicos se presta bien a ser conjugada con las alegorías religiosas, como ocurría en las sacras representaciones florentinas; aunque generalmente se ha visto el reino de Venus como la primera manifestación de una nueva mentalidad laica, es muy probable que, todavía, esta Venus no representase en absoluto el amor terrestre y humano, sino que fuera un símbolo místico del divino entusiasmo.
En los arcones, estandartes, tapices y artes menores del momento figuraban ampliamente asuntos mitológicos con una iconografía propia, pero aquí Botticelli no repite esos motivos. Para que sea posible que un asunto mitológico alcance la dignidad del arte mayor, hasta ahora abierta solo a las representaciones sagradas, este debe adquirir también carácter religioso, o al menos perder atributos paganos. Hay que subrayar, igualmente, que el pintor alegoriza y no simboliza: va de lo abstracto a lo concreto físico, da cuerpo a imágenes conceptuales y todo aquí es recuerdo de una vida desaparecida, como los velos que ni desnudan ni visten y que señalan aire y luz sobre el esplendor y la belleza.
Es posible entender esta composición como una transformación, de derecha a izquierda, del amor corpóreo y terrestre en el amor intelectual de la mente que contempla las ideas y gobierna con sabiduría las artes. A la derecha, Céfiro desciende como un viento azul a poseer a Flora, diosa de las flores y del renacimiento de la tierra, de modo que esta, fecundada, avance esparciendo la nueva floración.
Venus, para Ficino la persecución amorosa de la Humanitas, se yergue en el centro en actitud de sabiduría y el amor sensual y corporal del episodio de la derecha se transforma, a partir de ella, en otro altamente platónico, consistente en belleza ideal. Encontramos, en ese tramo izquierdo, la danza de las tres Gracias y la figura de Mercurio, constructor de obras técnicas y sabiamente artísticas. Ficino y Poliziano, más que referencias precisas, aportan un fondo común de cultura humanística de donde surge esta imagen.
BIBLIOGRAFÍA
Dino Formaggio. Botticelli. Editorial Teide, 1960
Barbara Deimling. Sandro Botticelli. Taschen, 2017