La primera vez que el escritor y médico sueco Axel Munthe (1857-1949) fue a Capri era aún un estudiante. Subió los 777 peldaños de la Escala Fenicia, la única vía de acceso al puerto con la que contaron los habitantes de Anacapri hasta que en 1877 se construyó la actual carretera, y, tras cruzar la Porta della Differenza, símbolo de la rivalidad entre Anacapri y Capri, dio con Capodimonte, donde se detuvo a contemplar las vistas del Golfo de Nápoles, Ischia, Procida, el Vesubio, la llanura de Sorrento y, de fondo, los Apeninos.
En aquel terreno encontró, además, restos romanos que un vecino del lugar, Vincenzo, llamaba roba di Tiberio. Le dijo que los que aparecían en sus viñas los depositaba junto al acantilado, y también que no lejos quedaba una estancia bajo tierra, en rojo chillón, en cuyas paredes se habían pintado figuras bailando desnudas. En efecto, se trataba de una villa romana, probablemente de Augusto o de Tiberio; este último llegó a poseer una decena en Capri durante el tiempo que residió allí. Y encaramada a las rocas de la ladera del monte Barbarossa dio con una capilla en ruinas; le explicaron que se llamaba San Michele y él quedó tan cautivado que se prometió volver y construir allí su casa.
Se cree que la llamada Villa Capodimonte era una villa rústica o complementaria a las romanas de mayor tamaño, en la que se produciría aceite o vino. Esa primera vez que acudió, Munthe desenterró allí una moneda con el retrato de Augusto y la inscripción DIVUS AUGUSTUS PATER, y la conservó hasta que se la robaron en Roma; también descubrió que, bajo las tierras de Vincenzo, se hallaban más salas con paredes en opus reticulatum, decoradas con figuras en rojo pompeyano y suelos de mosaico negro y blanco. La historia de la capilla no era, ni mucho menos, poco atractiva: fue templo pagano adyacente a esa villa, se consagró a san Miguel tras la llegada del cristianismo, fue destruida en el siglo XVI durante el saqueo de Barbarroja y, cuando los británicos ocuparon la isla en 1804, toda la zona se convirtió en fortaleza defensiva. Dos años después, en 1806, los franceses se apoderaron del lugar y lo usaron como polvorín.
Cuando, en 1895, Vincenzo se trasladó a vivir con su familia a Sorrento, le ofreció a Munthe la posibilidad de comprar su terreno: él aceptó la oferta, y es más, se hizo también con el templo, que le vendió un tal conde Papengouth, y con unas tierras próximas. Es posible que los cinco veranos que dedicó a levantar la Villa San Michele fueran los más felices en la vida del sueco: en el proceso aparecieron más restos romanos, entre ellos un suelo de mosaico enmarcado en hojas de vid y un enlosado de mármol rojizo que quedaron en el centro de una gran galería. Una columna estriada de mármol cipolino ocuparía la pequeña galería del patio interior y apareció, asimismo, una cabeza de Augusto partida en dos que aún hoy puede verse allí.
Diseñó el escritor una extensa avenida, cubierta por una pérgola y flanqueada por cipreses, que llevaba desde su casa hasta la capilla, donde construyó su biblioteca. En sus palabras: La casa era pequeña, las habitaciones pocas, pero había loggias, terrazas y pérgolas para contemplar el sol, el mar y las nubes (el alma necesita más espacio que el cuerpo). Pocos muebles en las habitaciones y los que había no se podían comprar solo con dinero. Nada superfluo, nada feo, nada de chucherías ni baratijas. Unos cuantos cuadros de los primitivos, un grabado de Durero y un bajorrelieve griego en las paredes encaladas.
Sobre la capilla, explicó: Terminaría por convertirse en mi biblioteca. Antiguas sillas de coro rodeaban las blancas paredes; en el centro, una gran mesa de refectorio cubierta de libros y fragmentos de terracota. Sobre una columna estriada de giallo antico se alzaba un enorme Horus de basalto, el más grande que yo había visto nunca, traído desde la tierra de los faraones por algún coleccionista romano, tal vez por el propio Tiberio. Sobre el escritorio, la cabeza de mármol de Medusa que encontré en el fondo del mar me miraba desde su antigüedad del siglo IV antes de Cristo. Sobre una enorme repisa de chimenea del Cinquecento florentino se erguía una Victoria alada. Sobre una columna de mármol africano, la mutilada cabeza de Nerón miraba hacia el golfo donde ordenó que su madre fuera golpeada hasta la muerte por sus remeros. Sobre la puerta de entrada brillaba la hermosa vidriera del Cinquecento regalada a Eleonora Duse por la ciudad de Florencia y que, a su vez, ella me regaló como recuerdo de su estancia en San Michele.
La villa quedó acabada en 1899 y otro de sus primeros visitantes sería Henry James, quien también quedó subyugado: habló de su fantástica belleza, poesía e inutilidad y le inspiró el relato La tarde del Santo y otras tardes. Munthe continuó adquiriendo a continuación terrenos por debajo de su propiedad, una residencia de obispos tampoco lejana y el mismo monte Barbarossa, que convirtió en santuario de aves migratorias. Y más villas: Torre di Materita, Torre Della Guardia, Torre Damecuta o Villa Sole; parece que en el lugar llegaron a llamarle Tiberio.
Desde ese mismo año en que quedó finalizada, Villa San Michele fue una atracción para todos los visitantes de Capri; en su mayoría, entonces, artistas, escritores, aristócratas, miembros de la realeza… Pero su dueño experimentó cada vez mayores problemas en la vista, la luz del sol lo perturbaba y los recién llegados más, así que se retiró a Torre di Materita, al sur, un antiguo monasterio franciscano con pocos vanos donde pudo recuperar la paz que en un principio sí tuvo en la villa antaño romana.
Su generosidad, no obstante, le jugó una mala pasada: la marquesa Luisa Casati, amante de Gabrielle d´Annunzio, parece que encantada de conocerse y dueña de muchos palacios, se instaló en la San Michele sin demasiados permisos y con un enorme número de animales y baúles. Tomó posesión y, por extraño que parezca (o no), la ley le dio la razón. Retiró alfombras, objetos y estatuas para hacer sitio a sus muebles de ébano, cubrió los mosaicos del suelo con alfombras y pieles y en una de las paredes escribió, en letras grandes, OSER. VOULOIR. SAVOIR. SETAIRE (atreverse, querer, saber, callarse). Solo quedaron donde estaban la cabeza de Medusa y la esfinge egipcia, porque incluso el jardín lo llenó de flores de cristal venidas de Murano.
Al fin, tras cuatro años de pleitos, la casa fue devuelta a su dueño y pudo recuperar su estado original, pero para entonces los ojos de Munthe no mejoraban: perdió uno tras un desprendimiento de retina. Él, que había planteado este lugar como un templo al sol, fue arrojado de esta villa por él. Conocemos esos detalles gracias a su libro La historia de San Michele: en él, el doctor se presenta a sí mismo como un ser solitario, que gustaba de la compañía de animales y libros: se editó en Gran Bretaña en 1929, recibió excelentes críticas y fue todo un éxito de ventas, con seis ediciones solo ese año.
Al siguiente, en 1930, se convertiría en el libro más vendido en Estados Unidos, donde tendría más de cien reediciones; en Europa también se compraron sus derechos. En suma, Munthe se convirtió en una celebridad mundial (Kipling afirmó que le hubiera gustado ser el autor de su texto) y su suerte fue más allá: un oftalmólogo suizo le devolvió la visión de un ojo.
Su buena fortuna, en adelante, solo la trastocaría la guerra, que le obligó a trasladarse a Estocolmo para no volver a Capri, como él siempre deseó. En su testamento legó San Michele al gobierno sueco, a condición de que la villa se convirtiera en un centro para fomentar las relaciones entre Italia y Suecia.
BIBLIOGRAFÍA
Axel Munthe. Historia de San Michele. Juventud, 2011
María Belmonte. Peregrinos de la belleza. Viajeros por Italia y Grecia. Acantilado, 2015