Aparentemente las figuras y la obra de Rodin y Giacometti no pueden ser más opuestas, empezando por el detalle nimio de su propio físico: bajo y fornido el francés, menudo el suizo. El autor de El beso se enfrentaba al bloque de piedra buscando ocupar el espacio y modelaba cuerpos musculados y compactos; el de La plaza depuraba, se medía más bien con el vacío y creó cuerpos alargados, estilizados al máximo. Ambos, por caminos muy distintos, hicieron vibrar la materia y las formas: subrayando solidez y curvas o concentrándose en lo frágil.
También tuvieron en común, Rodin y Giacometti, dentro de ese mar de sus diferencias, el trabajo duro: sus días no eran sino largas jornadas de labor. El primero amplificó la Antigüedad en los primeros compases del siglo XX, el segundo planteó la relación del ser humano contemporáneo con el mundo, por lo que a priori vincularlos puede sorprender. Pero mantienen un lazo profundo que data de la adolescencia de Giacometti: en 1915, cuando este tenía solo catorce años, sus padres lo internaron en un colegio en Schiers, en el cantón de los Grisones. Volvía a su casa a pasar las vacaciones navideñas y para ello tenía que hacer un largo viaje, con transbordos. Un furgón de correos lo dejaba en Coira y, alguno de los días, antes de coger el tren para Saint-Moritz, entró en la librería de esa villa y quedó impresionado por un voluminoso libro ilustrado dedicado a Rodin, que todavía vivía y era ya considerado el escultor más importante desde Miguel Ángel.
El volumen costaba lo que su billete a Saint-Moritz, donde residía su familia, pero Giacometti escogió comprarlo y recorrer a pie los dieciséis kilómetros que lo separaban de su casa, de noche y en medio de la nieve (él era entonces el hombre que camina y la historia la contaría más tarde a amigos y periodistas). Podemos deducir que, desde edad muy temprana, las obras de Rodin lo fascinaban; según Yves Bonnefoy, para el entonces adolescente escultor Rodin significaba el artista que se eleva hasta la expresión de la verdad, el que graba a fuego los grandes valores con los cuales se debe construir la vida, el que identifica lo bello con lo bueno, pero también y sobre todo el que proclama la excelencia, la cualidad benéfica del amor más libremente sensual: no cabe duda de que Alberto, en ese momento de su vida, quiso ser el nuevo genio que igualaría al viejo maestro.
Fue ya en Montparnasse, el barrio en el que trabajaría en París, donde Giacometti se reencontró con el responsable de liberar la escultura contemporánea del academicismo. Corría 1939 cuando, tras varias controversias, se erigió su estatua de Balzac: fue polémica por su aspecto inacabado y sus adversarios la llamaron “masa informe”. Cada noche, cuando el suizo acudía a uno de sus bares preferidos, Chez Adrien, podía admirar al escritor envuelto en su batín, y en 1946 le rindió homenaje con un dibujo a lápiz. El propio Rodin afirmó que esta escultura era “el resultado de toda su vida” y Rilke, que fue su secretario en el Hôtel Biron, dijo de ella que captaba lo esencial: Era la creación misma, sirviéndose de la figura de Balzac para manifestarse; el orgullo de la creación, la soberbia, el vértigo, la embriaguez (…). Así vio Rodin a Balzac en un instante de concentración formidable y de trágica hipérbole, y así lo creo.
Los dos, Rodin y Giacometti, tuvieron asimismo en común el rechazo a lo acabado y muy elaborado, evolución ya iniciada en aquel Monumento a Balzac. Lo que los separa es su forma de plantear el arte: compartieron la evidencia de que la creación nace trabajando, pero, como decíamos, el francés se enfrentaba a la materia respetando el material, formando un bloque con la piedra o mármol para hacerlo irradiar, estremecerse, buscando el sentido de la obra, y Giacometti, por el contrario, intelectualiza su trabajo; la cabeza guio sus manos, se interrogaba y dudaba constantemente.
Al contrario que en el caso del francés, esas manos no respondían a lo que buscaba, o al menos eso creía. Cuando descubrió el virtuosismo del modelado ligero, el contacto directo con la tierra y el yeso, y a fuerza de comenzar una y otra vez, sus figuras cobraron vida: lo contrario del academicismo. Sin decirlo (prefirió mencionar entre sus referencias a Cézanne), Giacometti se midió con el maestro y no hay ni una sola de sus estatuas humanas de finales de los años cuarenta que no se sitúe en su estela. Empezando por ese título de El hombre que camina, de figura sólidamente plantada sobre sus dos pies, atlética y voluntariosa, o también por El hombre que se tambalea (1950), que recuerda a El hombre que cae de Rodin (1882).
O con la mano como un símbolo, el símbolo del encuentro, tendida al otro; esa mano con los dedos separados que parece significar también la emancipación, o con El hombre que apunta con el dedo, que es una profundización de la reflexión de Giacometti sobre El hombre que camina de Rodin. Y También El hombre que habla.
Giacometti recupera el hilo de su pasado vital, piensa de nuevo en Rodin y lo homenajea. Se libera de todo academicismo: esa es su novedad y su avance, y en sus esculturas da corporeidad y vida al ser, siguiendo toda una variedad de enfoques, caracterizados por una serie de gestos y actitudes. Donde el suizo piensa en el equilibrio del cuerpo, síntesis de una presencia para uno mismo, Rodin recarga y se somete al espacio que lo rodea.
El galo empuja, en el fondo, a Giacometti hasta sus últimas consecuencias: desde 1947, siempre se da en el suizo una reflexión sobre el sentido que hay que darle a la vida, coincidiendo con el desarrollo del pensamiento de Sartre y sus reflexiones sobre la existencia, la búsqueda del absoluto y la soledad.
Su El hombre que camina refleja el propio impulso del artista en su vida: Había una modelo. Yo estaba en el taller, e iba y venía ante esa mujer. Ella estaba de pie, inmóvil, mientras yo le decía: “Mira qué bien se camina sobre dos piernas. ¿No es maravilloso? Un equilibrio perfecto”.
La relación con él mismo en esa obra es evidente. Giacometti fue más lejos que su maestro y plantea en su producción la cuestión fundamental, la de la existencia, la de la relación del ser con el mundo. A su modo era el nuevo Rodin.