Se formó en derecho, como más de un compatriota impresionista que después abandonó las leyes para tomar los pinceles, y él también eligió pronto el rumbo artístico para satisfacer su vocación por la fotografía.
René-Jacques nació en 1908 en Nom Pen (Camboya), con el nombre original de René Giton, e inició su andadura con la cámara en la década de los treinta para convertirse en una figura fundamental de este arte en la Francia de posguerra. No tardó en abrazar todas las posibilidades de empleo en este medio, siendo reportero para L’Intransigeant, ilustrador para la editorial Grasset e incluso fotógrafo industrial para Renault.
Conocedor de las dificultades de su profesión a la hora de hacer valer derechos y de ver reconocido su talento, este autor, como antes François Kollar o después Jean Dieuzaide, participó en diversos colectivos que impulsaron el desarrollo de la disciplina en el país vecino en aquel momento, como Le Rectangle, cuyo líder fue Emmanuel Sougez o, desde 1946, el Groupe des XV, en el que entabló relación con Daniel Masclet, Willy Ronis, Robert Doisneau o el que sería su buen amigo Marcel Bovis. Participó en diferentes exposiciones junto a estos grupos, presidió la junta directiva de Spadem, una sociedad para la propiedad artística de diseños y modelos, y asimismo encabezó un sindicato de fotografía publicitaria y representó a sus colegas en la Comisión Nacional de Sitios.
En sus imágenes nada es banal: cada una de ellas parte de las anteriores y, en algún caso, de textos literarios, como los de Francis Carco y Henry de Montherlant; traducía las atmósferas de sus narraciones y evocaba mediante formas sus mensajes, huyendo, eso sí, de la literalidad y captando mediante planos medios a las clases populares, sin proponerse entrar en su intimidad.
En lo formal, sus luces y sombras y sus juegos de reflejos, muy presentes en bodegones industriales, surgen de sus investigaciones primeras y de su experiencia como iluminador en platós de cine. Para René-Jacques, siempre exigente, responder a las solicitudes de sus clientes significaba ofrecer bastante más que composiciones técnicamente perfectas: fotografías con alma y una visión renovada de paisajes, monumentos u objetos fabricados.

Dijimos que nació en Camboya porque su padre era administrador colonial, y no descubrió la metrópoli hasta 1917, cuando su familia se trasladó a Royan (Charente-Maritime). Aunque confesó no haber leído en su juventud revistas especializadas, sus primeras creaciones están imbuidas de la vanguardia fotográfica de los años veinte y marcarían las bases de su carrera futura. Era sensible a los efectos de extrañeza que podían suscitar las sombras, pero rechazaba artificios, por eso no cayó en la sobreimpresión o la solarización.
De su adolescencia data su muy larga fascinación por el mar: por las sombras de los bañistas, la arena de las playas, la luz del sol poniente que se reflejaba en las olas… Sería en 1931 cuando adquirió una Leica y publicó sus primeras imágenes, tras una breve incursión en la literatura; en 1932, convertiría París en su gran fuente de inspiración y comenzó a firmar sus obras con el pseudónimo por el que hoy lo conocemos.

Años después se introduciría en los citados platós cinematográficos: uno de los primeros filmes con los que colaboró fue Remorques (1939), de Jean Grémillon, sobre la historia de amor entre un piloto remolcador (Jean Gabin) y la esposa del capitán de un buque de carga destrozado (Michèle Morgan). Jacques demandó entonces libertad total a la hora de escoger encuadres y temas, poder fotografiar las bambalinas y también tomar imágenes para él. En aquel set llevaría a cabo 250 fotos en las que las estrellas (sobre todo un molesto Gabin) eran lo de menos, por eso el artista prefirió renunciar.
Pero su labor allí no sería en vano: en 1946 tuvo que ilustrar el texto de Édouard Peisson La mer est un pays secret, de Éditions Grasset, con 65 composiciones y eligió servirse de una recopilación de las tomadas para Remorques.

Se adentró igualmente en la fotografía industrial, campo en el que también se sumergieron Robert Doisneau, Willy Ronis y Jean-Pierre Sudre, tras alcanzar reputación como fotógrafos artísticos. En su encargo para Renault, se fijó más en el ballet que componían los cuerpos en la línea de montaje o en el lado poético de las escenas que generaban los vehículos que en el sudor de los trabajadores: no quiso ilustrar a los hombres en su esfuerzo, sino las formas, materiales y procesos.
Renault le dio el visto bueno y él enseñaría muchas de esas imágenes en ferias y exposiciones.

Tras la II Guerra Mundial, puso su talento al servicio de editoriales como Arthaud y revistas como Richesses de France, La France à table o La Revue géographique et industrielle de la France. Realizó, por encargo administrativo, vistas arquitectónicas de monumentos, pero su gran especialidad serían los paisajes, en imágenes que eran fruto de una preparación minuciosa.
Si, para algunos de sus colegas, la fotografía consiste en estar presente cuando ocurre el instante decisivo, René-Jacques creía en la meticulosidad, necesaria para conceder a la iluminación un halo lírico; también en el manejo impecable de la técnica, en la elección de nuevos puntos de vista y en la eliminación de detalles superfluos y anécdotas. De su legado emerge, prácticamente, una Francia intemporal, hedonista y casi nunca espontánea.
En 1991, consciente de la riqueza y relevancia de su propio trabajo, lo donó al Estado francés y hoy forma parte de los fondos de la Médiathèque de l’architecture et du patrimoine (MAP), donde se conservan sus negativos, un conjunto de 20.000 fotografías, publicaciones y correspondencia profesional.


BIBLIOGRAFÍA
René-Jacques. L’élégance des formes. Jeu de Paume, 2019

