Se supone que nació en Dinant o Bouvignes hacia 1480 y que falleció antes del otoño de 1524 en Amberes, pero es difícil reconstruir una biografía acertada de Joachim Patinir, especialmente de su época temprana, porque no contamos con suficiente información. Conocemos, eso sí, que en 1515 ingresó en el gremio de San Lucas de Amberes y que contrajo matrimonio en dos ocasiones: con Francisca Buyts, hija de un pintor, Edward Buyts de Dendermonde, y con Johanna Noyts.
Fue Patinir uno de los primeros autores en especializarse en el género de la pintura de paisajes: sus obras siempre incorporan figuras que nos indican el tema tratado, normalmente religioso, pero el protagonismo es de la naturaleza y los fondos se presentan desde un punto elevado, ubicándose la línea del horizonte en la zona superior de la composición, lo que le permitía ofrecer una perspectiva dilatada. Era dueño, además, de una técnica minuciosa: cuidaba meticulosamente los detalles y amaba especialmente los colores oscuros.
Sus paisajes resultan deudores de los de Jan van Eyck, Gerard David o El Bosco en sus fondos, pero él fue pionero en dotar a este asunto de autonomía propia; la influencia del segundo pudo adquirirla en Brujas, o incluso en su taller, pero son hipótesis. En cualquier caso, sus naturalezas son invariablemente frutos de la imaginación y constituyen el fondo grandioso de narraciones como decíamos piadosas y aparentemente secundarias.
Vamos a detenernos en dos de sus lienzos fundamentales: Paisaje con la huida a Egipto (hacia 1515) y El paso de la laguna Estigia (hacia 1520), el primero en el Koninklijk Museum von Schone Kunsten de Amberes y el segundo, en el Museo del Prado.
Paisaje con la huida a Egipto es un pequeño panel que muestra distintos episodios de ese suceso, tal como fue contado por san Mateo: la imagen clásica de Cristo, María y José huyendo con el asno aparece en primer término. Adopta Patinir un elevado punto de vista para abarcar el paisaje, tan modesto como extenso, y mezcla rocas de las Ardenas con un mar italianizado y un poblado de Brabante.
Encontramos aquí, igualmente, un ejemplo excelente del uso del color para generar profundidad: en primer término, predominan los marrones y grises; en el término medio, el verde y, en el fondo, el azul y el gris. El mar y las montañas parecen fundirse en el aire y la luz.
Avanzábamos que el flamenco es un maestro de los detalles; nos fijaremos en cuatro. El primero es una estatua que cae en la parte superior izquierda: no se trata de una referencia a ningún episodio de los Evangelios, sino que alude a leyendas medievales que afirmaban que los ídolos paganos se derrumbaban, milagrosamente, de sus pedestales al paso de Jesús.
A la derecha, cerca de un grupo de casas, sucede el gran drama: los soldados de Herodes han recibido la orden de matar a todos los varones menores de dos años para eliminar así al destinado a ser rey de los judíos, cuya llegada se había anunciado. El episodio también lo narra san Mateo.
Otro milagro tiene lugar en el trigal situado junto a las granjas, cuando el trigo recién sembrado crece rápidamente para confundir a quienes persiguen a Jesús. Al preguntar a los soldados si los fugitivos habían pasado por allí, los agricultores respondieron lo cierto: Justo después de que se sembrara el trigo. Esta historia procede de un evangelio apócrifo en torno a la infancia de Cristo.
Observamos, por último, la zona inferior izquierda: Patinir añadió allí su firma en trampantojo y parece labrada en la roca.
El paso de la laguna Estigia, por su parte, es una escena de la mitología clásica que Patinir sitúa en una obra de temática religiosa: esa sorprendente fusión indica que, en la pintura del norte de Europa, estaban surgiendo novedades desde 1500, sobre todo a raíz de la evolución conocida anteriormente en Italia. A la izquierda, unos ángeles guían grupos de almas hacia un paisaje paradisiaco en el que se aprecia una ciudad (al fondo) con chapiteles de iglesia, mientras el infierno espera en la orilla derecha. En el río que separa ambas áreas, un barquero (Caronte) traslada un alma humana. No encontramos rastro de Dios ni de su Hijo; como en todas las imágenes de este autor, el paisaje panorámico, en este caso fluvial, es el tema central.
Antes de profundizar en esta composición hay que recordar que, según la creencia medieval, las almas de los muertos eran juzgadas dos veces. El primer juicio tenía lugar justo después de la muerte y determinaba si aquellas estaban destinadas al paraíso terrenal o al purgatorio, mientras que el Juicio Final divino se celebraría cuando llegase el fin del mundo y decidiría su destino definitivo: cielo o infierno.
Ese barquero, por cierto, que lleva las almas de los muertos a la otra orilla del río está tomado de la mitología clásica y no es una figura cristiana; el río es el Éstige, el río del olvido. Aparece Caronte malhumorado y despeinado; podemos elucubrar si van a seguir el camino corto y fácil que se dirige al infierno o el más largo, que conduce al paraíso. Escribió Virgilio en su Eneida: He allí a Caronte, que gobierna la sombría costa/ Un dios sórdido: de su venerable barbilla/ Desciende una barba, despeinada, sucia/ Sus ojos, como huecos hornos encendidos/ Un cinturón sucio de grasa sujeta su obsceno atuendo.
Hasta el día del Juicio, los justos que han muerto residen en el paraíso terrenal, que aquí vemos al fondo, tras un encantador paisaje boscoso con la Fuente de la Vida: los ángeles conducen grupos de almas hacia allí. Las creencias grecorromanas sobre la otra vida también incorporaban la existencia de un lugar idílico -el Elíseo- para algunas almas favorecidas. El paisaje infernal oscuro, por su lado, aparece iluminado aquí y allá por fuegos llameantes: los seres demoníacos al acecho en esta zona recuerdan los de El Bosco, casi un contemporáneo de Patinir.
Nos fijamos, por último, en el perro tricéfalo que vigila la entrada del infierno, el mundo subterráneo, para que ningún alma se escape. Se trata de Cerbero, otro monstruo griego.