Ya hemos hablado en esta sección, casi cuando la estábamos estrenando, de lo que había detrás de los ojos almendrados de las modelos de Modigliani. Como puso de relieve su biografía a cargo de André Salmon (en Acantilado), el de Livorno era un héroe de leyendas sentimentales y compartió origen judío y meca artística (París) con un artista extremadamente popular (Chagall, llegado de Vitebsk, de quien vamos a extendernos hoy) y Soutine (procedente de Smilovich, localidad cercana a Minsk, y caído en el olvido hasta hace algo más de una década, prácticamente).
Los tres conocieron el cubismo y se relacionaron con él por compartir con Léger un oscuro estudio cerca de unos almacenes de ganado, en Vaugirard, mientras que sus relaciones con el resto de movimientos de la vanguardia fueron más bien accidentales, aunque la destreza formal y técnica que tanto Chagall como Modigliani y Soutine alcanzaron en París les proporcionó los medios para expresar sus sentimientos individuales. Los tres tienen, en realidad, algo más en común: su arte escapa a clasificaciones estilísticas concretas; hablamos de figuras originales al margen de tendencias para los que la creación fue sobre todo, como dijo Chagall, un estado del espíritu y solo de manera secundaria un problema de forma.
Aunque sus estilos personales son bien distintos, les unió además la sobreabundancia de emociones, que especialmente en Chagall y Modigliani se ve acompañada de un particular encanto lírico.
Sin embargo, la pintura del de Vitebsk tiene poco que ver con el aura de lascivia propia de los desnudos del italiano. Chagall era hijo (tímido y tartamudo) de un oficinista y llegó al bullicioso París en 1910 con infinitos recuerdos de su tierra natal: cuentos populares y sueños llenos de color. Su pintura se nutrió del mundo humilde que conoció en su infancia y primera juventud y, en el paso de las décadas, regresó continuamente a los grandes acontecimientos de las pequeñas existencias: nacimiento, amor, matrimonio y muerte. Baste decir que el mayor elogio que pudo brindar a la capital francesa (y no era poco) fue decir: ¡Aquí está! ¡París, mi segunda Vitebsk!
Su ingreso en la escuela estatal de arte ruso fue rechazado, mientras que en París encontró múltiples fuentes de inspiración: se hizo amigo del impulsor de la corriente de la poesía simultánea, Blaise Cendrars, y también de Max Jacob o Apollinaire. Se relacionó con Modigliani y, sobre todo, con Delaunay, cuyo orfismo brillante confirmó su propia pasión por el enfoque folclórico y colorido de la pintura. Y profundizó Chagall en las cuestiones estéticas del cubismo, marco estructural de su obra.
Pero pese a la abundancia de impulsos creativos del exterior, permaneció el artista fiel a sus orígenes: a su amor por contar cuentos y al panteísmo judío y su creencia en un amor indisoluble entre Dios y la humanidad, que hace a los creyentes capaces de hacer milagros.
Así, sus pinturas evocan un mundo lleno de magia cotidiana: en los dormitorios de los amantes, en las tabernas, las calles de Vitebsk o la torre Eiffel. Aunque se sirviera de efectos simultáneos y de recursos cubistas, básicamente siguió siendo Chagall un contador de relatos, aunque no podamos considerarlo en esencia un pintor narrativo, al menos durante sus mejores años, ya que tenía la capacidad fantástica de transformar sus cuentos en pintura pura.
Ese es el motivo por el que los surrealistas le rendieron tributo como su predecesor; André Breton dijo de él que había introducido la metáfora en la pintura moderna. Aunque le interesaran los avances formales cubistas, es evidente que sus naturalezas muertas de vasos, mesas, guitarras y jarras no tuvieron mucho interés para él.
Incluso una de sus composiciones más propiamente cubistas, El soldado bebedor, cuenta una historia: el joven está tan borracho que siente como su gorra sale volando de su cabeza al percibir la visión de una pareja bailando sobre la mesa que hay delante de él. Esa pareja, si nos fijamos, la forman Chagall y una muchacha rusa: se trata de una imagen nacida de los recuerdos del pintor, que hacía que lo mundano tuviera un aspecto milagroso.
Esa era la finalidad de sus efectos de extrañamiento, entre los que figuraban las manifestaciones físicas de enorme alegría. Un ejemplo es la pintura en la que él y su prometida (después su esposa, Bella) flotan felices por el aire; otro es el personaje que expresa sus mejores deseos en El cumpleaños, que siente tal alegría que se eleva del suelo, ofreciendo un beso en una postura imposible.
El violinista, sobre los tejados de Vitebsk mientras toca, parece un santo con revestimiento moderno y su Rabino enigmático, melancólicamente espiritual, parece marcado por los tormentos de su pueblo y las divinas revelaciones.
Tanto su pintura como las ilustraciones gráficas de Chagall, muy pictóricas, para textos de Gógol, Lafontaine o la Biblia traspasan las fronteras entre lo visible y lo invisible. En ese sentido su arte sí es surrealista, pese a sus pocas similitudes claras con las yuxtaposiciones intelectuales y conscientemente impactantes de los ligados a aquel movimiento. El color lo utiliza de forma simbólica, en especial ese violeta místico que todo lo inunda, pero también el rojo luminoso, el azul cerúleo, el verde brillante… Esa emocionante gama cromática fascinó también a los expresionistas, quienes, como los surrealistas y en menor medida los cubistas, vieron en Chagall a un compañero espiritual.
En 1914 algunas de sus obras se expusieron en la galería Sturm berlinesa y tuvieron un éxito importante (alcanzaron, además, precios elevados); el poeta Ludwig Rubiner llegó a decir entonces que los cuadros de Chagall habían iniciado el expresionismo. Efectivamente, el de Vitebsk no se preocupó demasiado por el lado comercial del arte: Estoy seguro de que Rembrandt me ama, escribió en su autobiografía.