El fin de la II Guerra Mundial, sobre todo el año 46, supuso un punto de inflexión en la carrera de Mark Rothko. Inició entonces una serie de pinturas, las llamadas multiforms, que podemos considerar transitorias hacia su obra abstracta “clásica”; aunque él nunca se refirió a estos trabajos con esa denominación, generalizada entre la crítica a partir de su muerte en 1970.
Rothko comenzó con ellas a abandonar sus temas y motivos habituales (simbolismo y mitos, paisajes y personas) y a desarrollar un lenguaje cada vez más abstracto: las formas biomorfas, dominantes en su pintura hasta mediados de los cuarenta, se transformaron progresivamente en manchas de color diluidas y, justamente, multiformes, sin gravedad y en aparente crecimiento orgánico en los lienzos. Concedía a esas imágenes luminosidad y transparencia superponiendo finas capas de color.
El artista calificaba a sus nuevas formas como organismos con pasión por la autoafirmación y entendía que se independizaban en el momento en que terminaba los cuadros. Les asignaba, por tanto, propiedades de los seres vivos y las convertía en portadoras de significados para las emociones básicas humanas: Deseo afirmar sin reservas que, a mi modo de ver, no puede existir ningún tipo de abstracción. Cualquier forma o zona del lienzo que no tenga la palpitante concreción de la carne y los huesos, que no posea su vulnerabilidad o sensibilidad a la alegría o al dolor, no es absolutamente nada. Un cuadro que no proporcione un entorno en el que pueda respirarse el aliento de la vida no me interesa.
Pasó Rothko parte del verano de 1948 trabajando en East Hampton y, al final de su estancia, invitó a algunos amigos para presentarles sus nuevas multiforms; Harold Rosenberg confesó encontrarlas fantásticas. Al invierno siguiente, había encontrado el pintor su lenguaje plástico definitivo y, en la primavera de 1949, a los pocos meses de la crisis que le causó la muerte de su madre, expuso por primera vez sus obras de etapa madura en la galería de Betty Parsons. Las amorfas manchas de color de esas creaciones, que aún ofrecían reminiscencias figurativas, habían quedado reducidas a dos o tres formaciones cromáticas rectangulares situadas simétricamente en capas superpuestas. Amplió el formato de sus lienzos y separó los bloques de color de los bordes para generar la sensación de que esos espacios cromáticos flotaban sobre un fondo indeterminado.
Las obras que formaron parte de aquella exposición ya no presentaban títulos descriptivos, como los que había empleado Rothko en su fase surrealista, y desde entonces tampoco se serviría de marcos ni descripciones: solo diferenciaba sus trabajos a partir de números y fechas. Algunos de sus marchantes añadían, además, colores.
De 1949 a 1956 llevó a cabo exclusivamente óleos, en su mayoría verticales, que llegaban a alcanzar los tres metros de altura. Con ese tamaño, deseaba producir en el espectador la impresión de que él también se encontraba en el interior del cuadro: Deseo ser íntimo y humano. Pintar un cuadro pequeño significa situarse fuera de su radio de experiencias, implica captar sus experiencias desde todas las perspectivas, como a través de una lupa. Al pintar un cuadro grande, uno se encuentra dentro de él. No puede disponer de él.
Al pintar un cuadro grande, uno se encuentra dentro de él. No puede disponer de él.
Creía que la distancia apropiada para contemplar su pintura era de 45 centímetros; así, nos sentimos comprometidos con sus espacios de color y podemos experimentar su movimiento interior y la ausencia de límites exteriores delimitados como desazón ante lo que, en el universo, no entendemos.
Aunque manejó una amplísima gama cromática, en cada fase creativa de Rothko resultan dominantes dos tonalidades. Hasta mediados de los cincuenta, azules y verdes oscuros aparecen solo ocasionalmente, porque empleaba sobre todo tonos vivos y brillantes de rojo y amarillo que transmiten sensualidad. Solía mezclar sus colores personalmente y, sobre el lienzo no trabajado y sin capa de fondo, aplicaba una fina pátina de cola mezclada con pigmentos. A continuación, fijaba esa base con colores al óleo que recorrían los bordes sin marco y disponía sus mezclas, tan diluidas que las partículas de pigmento apenas se adherían a la superficie. Así conseguía la transparencia y la fuerza luminosa de sus pinturas.
Aplicaba cada capa con agilidad y en un ligero trazo del pincel; entendía que el color debía exhalarse sobre el lienzo. La estructura casi simétrica que concibió para sus cuadros clásicos ofrece la posibilidad de múltiples variaciones cromáticas y de intensificación de la expresión pictórica; el conflicto dramático deriva tanto del contraste de unos colores subrayados por su influencia recíproca como de la oposición entre evasión y límites.
En 1950, volvió Rothko a viajar por Europa por primera vez desde que su familia emigrara de Rusia: durante cinco meses, recorrió con su esposa Inglaterra, Francia e Italia y visitó sus principales museos. Le impresionaron especialmente los frescos de Fra Angelico en San Marcos, con su luz inmaterial; Francia parece que lo decepcionó.
Entre otras razones, había emprendido viaje para recuperarse de la intensidad de su trabajo y de los resultados, un tanto desesperantes, de la venta de sus cuadros: era reconocido, pero aún ganaba poco para mantener a su familia, y esa situación no se estabilizó hasta mediados de los cincuenta. Crecieron sus exposiciones, en las que insistía en colgar sus cuadros él mismo, bajo una luz tenue, y en 1958 participó en la Bienal de Venecia, que contribuiría a la difusión de la pintura estadounidense en Europa.
Sin embargo, ese reconocimiento no aparejaba la comprensión y Rothko se consideró a menudo mal interpretado en su voluntad de hacer de sus formas algo vivo, más allá de lo material. Mi arte no es abstracto, vive y respira, decía, y también afirmaba que las palabras solo conseguían paralizar al espectador. El silencio podía ser mejor opción: Quizás haya notado que en mis cuadros existen dos características: o bien se trata de superficies expansivas que se dilatan hacia el exterior en todas direcciones, o bien de superficies que se contraen y retraen hacia el interior en todas direcciones. Entre estos dos polos encontrará todo lo que tengo que decir.
Si solo atendemos a las relaciones de color, se nos escapa lo fundamental: una voluntad de experiencia religiosa, de una realidad trascendente.