Marianne North no tuvo una vida larga, de apenas seis décadas (1830-1890), pero sí, según ella misma, feliz: su autobiografía, que quiso titular Recollections of a Happy Life, se nutría de recuerdos amables de sus numerosos viajes buscando plantas, especímenes exóticos que pintar. Como mujer soltera y artista en esa época victoriana, aunque contó con medios económicos no menores, tuvo que enfrentarse a limitaciones y a las convenciones del género pictórico que eligió tras sus visitas a los Royal Botanic Gardens de Kew, en Londres.
Esos jardines parece que despertaron en ella el deseo de viajar a los entonces llamados trópicos, y un detalle que puede que también tuviera su peso en esa vocación fue un regalo que le hizo Sir William Hooker, su director, cuando tenía veintiséis años: una rama de la orquídea de Myanmar (en ese momento Birmania) que ella consideró una de las flores más espléndidas que existen. Prueba de la importancia de los Royal Botanic Gardens en su trayectoria fue el hecho de que les legara nada menos que 832 pinturas botánicas más tarde, además de una galería para acogerlas: se trata de la Marianne North Gallery, que fue construida en el estilo de un templo griego, se inauguró antes de su muerte (en 1882) y aún puede visitarse.
Sería hacia 1855, año en que falleció su madre, cuando decidió dedicarse a pintar de manera seria, después de recibir clases de “pintura de flores” de la señorita Van Fowinkel y de conocer nociones básicas de la representación de agrupaciones y arreglos. Fueron, esas lecciones, el preámbulo a la gestación de su propio camino, de que realizase imágenes de plantas tal como las contemplaba en su entorno natural, no como especímenes aislados, valiéndose de óleos en lugar de acuarelas (los primeros se tenían entonces por más elegantes).
En vida de su padre, North viajó con él por Egipto y Europa, pero cuando aquel murió, en 1869, su afán viajero no hizo sino crecer. Sin olvidar nunca lápices y pinceles, visitó una quincena de países, como Canadá, Estados Unidos, Brasil, Borneo, Japón, Australia, Jamaica e India. Esos periplos llamaron la atención de la prensa británica, que recogió algunas de sus expediciones en solitario: Charles Darwin supo de su obra y alabó la precisión científica que alcanzó.
El de la India fue uno de sus viajes más extensos: entre 1877 y 1879, dedicó más de un año a recorrer ese país, conociendo desde luego Calcuta, Jaipur o Delhi. Recibía invitaciones y cartas de presentación para alojarse allí junto a dirigentes (británicos), lo que favorecía sus estancias: no consta que se le cerraran las puertas de ningún jardín botánico. Zarpó North de Southampton en septiembre de 1877, a bordo de un barco llamado Tagus, y en su camino hacia Asia hizo escala en Lisboa, Gibraltar y Malta antes de poder desembarcar en Galle y Sri Lanka (en ese tiempo Ceylan). Allí un vapor la llevó a la actual Tuticorin, la llamada ciudad perla de Tamil Nadu, al sur del país.
Escribió Marianne: La primera parte de mi viaje por India transcurrió sobre arena blanca cubierta de palmeras de Palmira, palmeras enanas y cactus, después vinieron algodón, cantidades de mijo, maíz indio, garbanzos y otros cereales. Le sorprendió mucho el templo hindú de Meenakshi, en Madurai, por sus monos, toros, elefantes, loros y todo tipo de personas extrañas, aunque pronto quedó atrapada al entender la dignidad de sus ceremonias; visitó, asimismo, el Templo Dorado de Amitsar, el centro espiritual del sijismo, donde admiró las galas de sus fieles.
El objetivo principal de este viaje en concreto era generar una colección de pinturas de plantas sagradas enfocada en las distintas tradiciones religiosas autóctonas; solía trasladarse sola, por aldeas y lugares remotos, pero también experimentó estrés: se sabe que las hormigas intentaron devorar sus óleos mientras dibujaba edificios antiguos a las afueras de Nashik y que alguna otra vez (Udhagamandalam) tuvo que lidiar con enfrentamientos entre porteadores.
Le obsesionaban las plantas, desde la caña fístula de Lahore, la espirea blanca y las espuelas de caballero, de Simla, hasta la deodara de Darjeeling y el bambú o el arrurruz de bengala. Pintó una mezquita en ruinas, devorada por la maleza, en Champaner; un valle de helechos en Rungaroon; el Gran Puente Neeva de Chittoor; estudios de los árboles de coral indios que, según la leyenda, Krishna robó del Jardín Celestial para sus esposas; plumerias de los cementerios, plantadas para que sus pétalos blancos cubrieran y perfumaran las tumbas; o los frutos del árbol del mango, cuya madera se empleaba en piras funerarias hindúes.
Su intención era regresar a Gran Bretaña desde Bombay, pero North retrasó su partida para efectuar un último viaje en tren de 500 kilómetros (enorme distancia entonces) a Ahmedabad, desde donde se trasladó a Surat, Vadodara y Bhangarh. Su retorno a Inglaterra, desde Bombay y previo paso por Yemen, terminó en Southampton, donde dejó constancia de su sorpresa por recibir, de nuevo, aire frío. El verano siguiente a su vuelta a Londres, en la primavera de 1879, organizó una exposición de sus trabajos indios en una habitación que alquiló en Conduit Street. Cobró un chelín por la entrada, y así pudo recuperar dos tercios de su inversión inicial; el resto confesó declararlo bien empleado por la fatiga y el aburrimiento de repetir continuamente sus aventuras indias y exhibir sus bocetos a los amigos que la visitaban más de lo que quería.
BIBLIOGRAFÍA
Travis Elborough. El viaje del artista. Blume, 2024
Marianne North. Recollections of a happy life, being the autobiography of Marianne North. Alpha Editions, 2020