Buena parte de lo que, aún hoy, sabemos de René Magritte se lo debemos a David Sylvester, que dedicó cuatro décadas a escribir sobre él y elaboró su catálogo razonado (también tenía muy buena mano a la hora de organizar exposiciones, hablando de museografía). Al arte del belga él se refería como una pintura de control y expresión: se valía de un enfoque frontal a priori poco expresivo y pinceladas planas, de planos simétricos que se alejan y de una serie reducida de imágenes-objetos comunes, como cortinas o pájaros, o que él mismo volvía comunes a través de la repetición. Pese a su filiación surrealista, rechaza este autor las asociaciones libres y la fantasía en favor del rigor y la razón, aunque no dejó de cultivar el ingenio y los títulos más o menos provocativos.
Esa forma de pintar, concentrada y restrictiva, se diría concebida para producir imágenes monumentales, aunque no sea grande el formato del lienzo; parece la propia del pintor que sabe lo que hace y lo que representa. Sus composiciones podrían habernos resultado más cálidas en gouache, pero uniformidad y frialdad forman parte del sello de Magritte, que expresó en 1928 a Paul Nouge su deseo de realizar cuadros que obliguen al ojo a pensar de forma totalmente diferente a la acostumbrada, que no necesariamente a conmover otros órganos que no sean dicho ojo. No obstante, también llevó a cabo un cierto número de obras que podríamos calificar como grandes, que desconciertan al espectador de modo que deba admitir, de nuevo en palabras de Magritte dirigidas a De Chirico, su propio aislamiento y oír el silencio del mundo. Es posible experimentar cierto miedo ante Los cazadores al borde de la noche o Los días gigantescos, donde lo que más puede asustarnos es el pequeño detalle de una mano masculina entre los muslos de una mujer; y detectar un manejo inteligente de la sensualidad en Lo eternamente obvio (1930), desnudo femenino en cinco secciones.
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Al valerse de un estilo pictórico hasta cierto punto banal y de la repetición de objetos, el artista se negaba, de algún modo, a dejarse llevar; su elección aparente de la objetividad aparejaba, no obstante, una forma de subjetividad mordaz: es posible que no exista, entre los creadores del siglo pasado, ninguna trayectoria tan basada como la de Magritte en la reutilización de imágenes características. Durante la ya célebre conferencia La línea de la vida, describió el pintor cómo durante una noche se despertó y, en un espléndido error, imaginó que el canario de su esposa Georgette había sido reemplazado en su jaula por un huevo. Ese sería el origen -reduciendo bastante connotaciones- de su preferencia por enfrentar, más o menos sutilmente, objetos iguales, o equivalentes, frente a la tendencia surrealista generalizada de hacerlo con los completamente diferentes; en sus palabras: Estamos familiarizados con la imagen de un pájaro en una jaula; el interés se acentúa si sustituimos el pájaro por un pescado o por un zapato, pero aunque estas imágenes puedan resultar intrigantes, son, por desgracia, accidentales, arbitrarias. Es posible encontrar una imagen nueva que resista una indagación a través de su carácter exacto y definitivo: esa es la imagen que muestra un huevo en una jaula.
Así debemos entender Las afinidades electivas (1933), en cuya parte superior aparece una jaula con soporte y pie de madera algo parecido al del boliche; dentro de ese soporte, cuelga una jaula metálica ocupada por un enorme huevo que no puede proceder de ningún ave. En cuanto a tonalidades, predomina el gris con un lustroso brillo blanco en el huevo, quizá en relación con el futuro que encierra. Como señaló el citado Nouge, tanto huevo como jaula son elementos de encierro, idea reforzada por la noción de los boliches. Es innegable que este trabajo es lúgubre y sombrío, pero su misterio podría reducirse al hecho de que, en lugar de un pájaro en una jaula, lo que vemos es un huevo: no se trata de un llamativo salto conceptual; puede que apunte Magritte a que las clarividencias nocturnas pierden grandiosidad por la mañana.

Una lectura semejante podría hacerse del autorretrato La clarividencia (1936), en el que vemos a un muy reconocible Magritte sentado frente a un caballete, con una paleta en la mano y mirando hacia un huevo sobre una mesa con un mantel marrón; con la mano derecha, pinta un pájaro de alas desplegadas sobre fondo blanco. Transforma, evidentemente, dicho huevo en ave, y de ahí el título de la imagen: le basta mirar el huevo para transfigurarlo -como hacen la naturaleza y el tiempo-, pero no podemos deducir mucho más, salvo que nos encontramos ante un pintor de ideas, no ante uno esteticista. En esa senda, era también un autor lúdico y divertido, abierto a la broma, como dejan entrever los títulos de sus imágenes, en los que parece buscar nuevas palabras para sus objetos, respondiendo casi a un proyecto más literario que pictórico.

Existe también en Magritte un periodo que Sylvester llamaba surrealismo soleado, próximo al impresionismo y a Renoir, que se vio obligado a explicar: afirmó que si lo que un artista buscaba era pánico y oscuridad, los surrealistas no tenían más que mirar el nazismo por la ventana; de forma literal, contra el pesimismo general, yo apoyo la búsqueda de la alegría y el placer. Escribió a Paul Éluard en 1941 que deseaba explotar el lado positivo de la vida, entendiendo como tal las mujeres, las flores, los pájaros, los árboles, el ambiente de felicidad, etc. Resulta algo difícil de entender: había pintado la amenaza y la desorientación hasta que estas formaron parte de la vida real y cercana (de la auténtica realidad), para entonces retroceder.
La paradoja siempre fue, justamente, la médula de su arte, y nunca renunció a generar las que llamaba “pinturas pensantes”, que invitaban a reflexionar a quien las contemplaba, alertando sobre la verdad de las imágenes: seductoras a menudo, son sospechosas por naturaleza. Su casi obsesivo proceso creativo, de estudio constante de ciertos motivos, era una manera de acercarse a su enigma: Desde mi primera exposición, en 1926 (…) he pintado un millar de cuadros, pero no he concebido más que un centenar de esas imágenes de las que hablamos. Este millar de cuadros es el resultado de que he pintado con frecuencia variantes de mis imágenes: es mi manera de precisar mejor el misterio, de poseerlo mejor.
Ese misterio tiene que ver con la pintura y sus entresijos: entendió el de Lessines que lo que en ella vemos no son solo figuras y objetos, sino también, y esencialmente, su representación, el mismo cuadro que contiene una trampa en la que deberemos caer, para desvelarla y dejarnos embaucar de nuevo. Sus recursos fueron los propios de la metapintura (las ventanas, los espejos, las figuras de espaldas, las pinturas dentro de pinturas); no eran nuevos, pero se sirvió de ellos para incidir en la preeminencia de lo inesperado y lo singular en el arte.


BIBLIOGRAFÍA
Julian Barnes. Con los ojos bien abiertos. Escritos sobre arte. Anagrama, 2018
René Magritte. Escritos. Síntesis, 2003