Dejando a un lado a Goya, que trascendió etiquetas, es posible que el artista más original del siglo XVIII en España fuese Luis Paret y Alcázar, que nació y murió en Madrid y vivió únicamente en la segunda mitad de esa centuria (1746-1799). Independiente y de elevada formación intelectual, mantuvo en su carrera un carácter curioso y se convertiría en nuestro mayor pintor rococó, especialmente por sus cuadros de gabinete, de tonalidades brillantes y una excepcional minuciosidad en los detalles, ejecutados para ser contemplados muy de cerca y también despacio; recibió el apelativo del Watteau español.
Siendo muy joven ingresó en la Academia de Bellas Artes de San Fernando (en 1766 coincidió con Goya en los concursos de pintura y, mientras que el aragonés se presentó a la categoría de mayor dificultad, el concurso de primera clase, y no obtuvo ningún voto, Paret participó en el de segunda clase y logró el máximo galardón por unanimidad) y no había cumplido los veinte años cuando se fijó en él el infante don Luis, hermano de Carlos III: lo tomó bajo su tutela y le sufragó tres años de estancia en Roma, de ahí su mentalidad cosmopolita. Además de la pintura italiana que pudo conocer entonces, también tendrían influencia en su estilo maduro dos autores franceses que residían en Madrid: nos referimos a Agustin Duflos, que fue joyero del rey, y Charles-François de la Traverse, elogiado por su inventiva. Del primero le interesó su dibujo minucioso, casi orfebre; del segundo los colores pastel, que serían sello de su producción, y lo empastado de sus pinceladas. Demostró, desde esa base, su singularidad y su capacidad para tratar de forma original y con maestría técnica las temáticas más novedosas del momento: la vida en la corte, escenas de baile o de tocador que reflejan detalles de la sociedad burguesa contemporánea, así como algunos asuntos clásicos que indican también su asimilación del estilo neoclásico aprendido en sus años de formación en Roma. Es el momento en el que empieza a introducir en sus telas pequeños personajes a los que consigue dotar de casi infinitos pormenores, demostrando su habilidad como retratista, así como en los paisajes.
En todo caso, al margen de su positiva estancia en Roma, la relación de Paret con el marcado infante don Luis tendría para él malas consecuencias: en 1775, el monarca ilustrado lo desterró acusándolo de alcahuetería (de procurar relaciones amorosas a su protector). Antes de eso, sin embargo, llevaría a cabo una serie de dibujos de las especies animales que el infante conservaba en su Gabinete de Historia Natural, en su residencia en Boadilla del Monte, donde además tenía ejemplares vivos.
Durante tres años estuvo exiliado en Puerto Rico y, a continuación, regresó a España, a Bilbao; sería en 1778. Allí llevó a cabo imágenes religiosas para iglesias locales y una serie de vistas de los puertos del norte de nuestro país que decorarían las casas de campo de Carlos III. Se ocupó, asimismo, de asuntos mitológicos, bucólicos o de galanteo, gracias a la complicidad de criadas y celestinas: llama la atención en estas obras de género el cambio frente a su primera etapa madrileña, en cuanto a que las escenas ya no son tan multitudinarias y se centran en figuras más individualizadas y con mayor peso psicológico. Son representativas de este momento Joven dormida en una hamaca, El triunfo del amor sobre la Guerra II o La celestina y los enamorados.
Fallecido el rey, volvió definitivamente a la capital en 1789, donde sería nombrado vicesecretario de la Real Academia de San Fernando, académico de mérito (gracias a La circunspección de Diógenes) y secretario de su comisión de arquitectura. La obtención de estos títulos abrió la puerta a Paret para acceder a nuevos encargos públicos y privados, varios de ellos de carácter religioso, que le permitieron desarrollar una nueva perspectiva dentro de su carrera; gracias a su inteligencia y virtuosismo consolidó un nuevo estilo que aunaba de forma armoniosa poderosos recursos barrocos y elementos neoclásicos impuestos desde la Academia, a los que sumaría su gusto por los mencionados tonos pastel o por adornos como las rocallas.
Recibió el encargo de pintar la jura como heredero de la Corona de don Fernando, Príncipe de Asturias, en la iglesia de San Jerónimo, pero la elevada competencia artística que existía en ese momento en la corte no le permitió acceder a proyectos de mayor importancia, por lo que durante el resto de su carrera, hasta su fallecimiento, centró su actividad en los dibujos y las ilustraciones para libros y estampas de muy diferentes temáticas.
Queremos, en todo caso, destacar en su producción dos autorretratos: el que llevó a cabo en Puerto Rico tras su destierro, donde se representó vestido de jíbaro, portando un cuchillo y plátanos, y el Autorretrato en el estudio, donde aparece ya con la pose de artista melancólico común entre los autores italianos y franceses de su tiempo. La composición es ordenada pero compleja y refleja las inquietudes intelectuales de Paret: pluma, tintero, libros y dos bustos aluden a su estudio de la cultura clásica; también aparece su paleta y el fruto de su uso, en el cuadro del fondo. Es relevante que eligió no presentarse pintando, sino pensando, reivindicando la naturaleza intelectual de la actividad pictórica, y desplegó su buen hacer con los efectos lumínicos, la ligereza en los encajes y la transparencia de las telas.
Hacia 1775, justo antes de exiliarse, pintó asimismo a Carlos III comiendo ante su corte, tema acorde al gusto por lo pintoresco del periodo rococó: la comida del monarca era más un acto social que una acción íntima y estaba regida por un ceremonial estricto en el que participaban personalidades cercanas al rey, como testimonio de su privilegio. Se desarrolla esta escena en una de las estancias del Palacio Real madrileño, aunque las proporciones de dicha sala han sido ampliadas para generar un contraste teatral entre el espacio monumental y las pequeñas figuras. También se modificó su decoración, optándose por asuntos mitológicos y por un fresco en el techo semejante al llevado a cabo por Tiépolo para el salón del trono. En suma, esta es una composición preciosista, realizada a base de pinceladas finas y brillos delicados.
Aún anterior (se data en 1770) es Las parejas reales, en la estela del rococó galo y efectuada por encargo del infante don Luis. Se enlaza aquí lo decorativo y lo documental, al representarse una fiesta hípica celebrada en la plazuela del Palacio de Aranjuez el 6 de junio de ese año, 1770; participó en ella el Príncipe de Asturias, futuro Carlos IV. Destaca esta escena por su luz delicada, su vivacidad y la descripción minuciosa de la actitud de los asistentes, que componen grupos muy diversos.
BIBLIOGRAFÍA
La Guía del Prado. Museo Nacional del Prado, 2019
Paret. Museo Nacional del Prado, 2022