Paradójicamente, si a Sigmund Freud le interesaba la introspección y lo que dicen de nosotros los sueños impalpables, su nieto Lucian Freud no quiso explorar nada cercano a lo que la pintura podría tener de traslación del alma de quien la elabora, sino su desorden y texturas a través de la carne. Mientras trabajaba, muy meticulosamente, buscaba el dramatismo que podía crearse al capturar las superficies del cuerpo y sus contornos; sus composiciones, autorretratos incluidos, sugieren aspereza y espontaneidad, una inmediatez compatible con su atención meticulosa a la luz.
Ese es otro de los signos llamativos de su producción: podemos tener la sensación de que las pinceladas se han aplicado con rápida ejecución, pero también se nos hará evidente el férreo control de sus composiciones y el grado de detalle que requieren ciertas partes de sus lienzos. Martin Gayford explica cómo lograba esos rasgos en su libro Hombre con una bufanda azul: sobre posar para un retrato de Lucian Freud, donde compartió los esfuerzos de sus modelos, obligados a permanecer horas sin moverse: Me paso docenas, quizá cientos de horas con la pierna derecha cruzada encima de la izquierda y no al revés (…). Su comportamiento, cuando pinta, es el de un explorador o cazador en un bosque sombrío (…). Su actitud es una combinación de audacia y cuidado: una determinación intensa para conseguir exactamente lo correcto.
Por tanto, podemos considerar que, para el británico, pintar era un modo de mirar hacia fuera de forma enérgica, lo que supone un reto a la hora de abordar sus autorretratos. De todos los que realizó, Pintor trabajando. Reflexión (1993) puede que sea el más duro o implacable: se muestra desnudo, excepto porque calza botas de batalla sin atar, sosteniendo un pincel en la mano derecha y una paleta en la izquierda. Cuenta esta obra con tonalidades apagadas (ocres, grises, beige, blancos, verdes oscuro), de ahí que llame nuestra atención su torso iluminado, sobre todo frente a su rostro en sombra, que presenta una mirada intensa, quizá preocupada, y fija; desconocemos si en algún objeto real que está en el suelo o en un pensamiento.
Su físico es ya el de un anciano flaco, su faz está arrugada, pero sin embargo incluso esta obra presenta una energía evidente, quizá derivada justamente del acto de exhibir sin ambages esa realidad corporal apagada. Nunca manifestó interés Lucian Freud por retratar a nadie, ni retratarse a él, como sujeto atractivo, sino por suscitar las emociones visuales derivadas de aparecer desnudo y solo en el centro de un lienzo, envejecido y quizá ansioso. Su mirada denota fragilidad, una fragilidad personal, pero no solo: también una dignidad particular y severa, austeridad, una sensación animal, tensión. En este y en el resto de sus autorretratos no importa el momento ni la circunstancia concretas: es posible encontrar una imagen de la soledad y del paso del tiempo en un sentido universal, sobre todos.
Hoy atisbamos cada rostro capturado por un fotógrafo o artista como si en él fuésemos a encontrar con seguridad información sobre la psicología o las características individuales del modelo representado, pero no está de más recordar que no siempre fue así: la idea de que el exterior deja translucir interioridades la manifestaron algunos pintores a principios del siglo pasado, pero a otros (podemos mencionar a Picasso, Dubuffet, Beckmann o Francis Bacon, más cercano en el tiempo a Freud) esa noción les hubiese resultado simple, incluso amanerada.
En este caso, más que datos sobre la interioridad del artista, el espectador percibe en su cara todo superficie, colores mezclados con fuerza, perturbación: manchas y pinceladas gruesas. En este, y en el resto de sus retratos, era posible distorsionar trazos, mostrar un aura de terror. Captura a sus modelos, sí, pero sometidos a esfuerzo, a veces contra su voluntad, víctimas de una suerte de castigo o prisión tácita. Ni el rostro ni el cuerpo, repetimos, tenían por qué ser para él atrayentes ni reflejar brillanteces interiores; eso lo dejaba Freud para el terreno publicitario (o para otros más espurios).
Fue capaz de expresar angustia a través de las superficies y de insertarla en la tradición de ese género del retrato, que por tanto no dio por acabada: atendió tanto a la inmediatez y la complejidad de los tonos carne como al deseo de capturar rostros y cuerpos sin temer lo extraño o incómodo. Merece la pena estudiar cómo evolucionaron dichos retratos: los de 1940, cuando aún no había cumplido la veintena, demuestran virtuosismo técnico, estilización y cierta huella surrealista (Hombre con una pluma, 1943); hacia 1946, en composiciones como Hombre con un cardo, se aprecia ya un anticipo de su más tardía querencia por el tratamiento de luces y sombras en la aplicación de blancos y azules que contrastan con los tonos carne. También en esa misma pieza, y en Naturaleza muerta con limón verde (1947), se aprecia su interés por la mirada, de nuevo intensa.
Una de sus imágenes más llamativas es Habitación de hotel (1954), en la que una mujer yace en la cama mientras un hombre se sitúa entre ella y una ventana que da a un edificio de estilo parisino que se ubica enfrente. La cara y el cabello rubio de ella, la almohada y las sábanas están envueltos en luz vaporosa, y aquel edificio en otra amarilla, mientras que la figura masculina es todo sombra, como si se encontrara fuera de la obra. Parece que este tema respondía a un episodio de su vida personal; pudo verse en la Bienal veneciana de aquel año.
En todo caso, en este tipo de piezas, más que profundizar en pormenores compositivos quería Freud captar instantes, movimiento y no escenificación; distinto era, como dijimos, el caso de sus retratos, en los que buscaba la quietud y fuentes de iluminación estables. En unos y en otros, sin embargo, tenía interés por dar vida: llevar a sus telas lo vivo en el momento, y no escenas para la eternidad. Seguramente por esa razón no trabajaba partiendo de fotografías, no llevaba a cabo dibujos preparatorios y, a veces, dejaba obras inacabadas; tampoco encontraremos en sus rostros serenidad, sino expresiones sombrías y carnes hinchadas. Hay quien se acuerda ante ellos, por su teatralidad y sentido dramático, de la experiencia que denotan los autorretratos tardíos de Rembrandt.
BIBLIOGRAFÍA
Colm Tóibín. La mirada cautiva. Escritos sobre arte. Arcadia, 2024
Lucian Freud. Nuevas perspectivas. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, 2023