El rebobinador

Llorens Artigas según Ricardo Gullón: la cerámica y la sugerencia

Ricardo Gullón, que conoció personalmente a Llorens Artigas, se refería a él en el ensayo De Goya al arte abstracto como un barcelonés pequeñito en el que se daba un caso curioso de personalidad doble: de un lado, la de un bon vivant alegre y nada obsesionado por el trabajo; de otro, la de un artista laborioso, concienzudo y capaz de grandes esfuerzos. El buen humor del primero templa la severidad del segundo, aunque el locuaz aparece de vez en cuando en los periodos de mayor rigor para incorporar un punto de gracia, una delicadeza imprevista en medio de la labor.

En todo caso, en este artista catalán vitalidad y alegría creadora comulgaron a menudo: muy interesado por el arte que le fue contemporáneo y asiduo a los debates de la Escuela de Altamira, que solía él mismo animar, imprimió su exigencia lúcida y vigilante a las cerámicas, una disciplina que requiere sujetar la fantasía al cálculo, no dejando que este último quede arruinado por el elemento más difícil de someter a la voluntad del alfarero, el fuego. La hornada implica tiempo de espera, cuando después de realizar el objeto con la técnica adecuada hay que abandonarlo a la llama, para que esta diga la última palabra; y existe la posibilidad de que aquella resulte disonante en el conjunto, pero no por eso Artigas se arredra ni descuida la preparación de la materia, eliminando gracias a ese cuidado -cuenta Gullón- sorpresas puede que no gratas.

"Llorens Artigas. Cerámicas". Galería Elvira González
“Llorens Artigas. Cerámicas”. Galería Elvira González, 2020

El trabajo previo, quizá el más duro, lo efectúa con rigor casi obsesivo y sin prisa, consciente de que la solidez de esa preparación determina el resultado último, pero también habrá que atender y vigilar el fuego llegado el momento, conforme a una temperatura de cocción elegida en ocasiones por intuición, como el punto conveniente de las mezclas. Deseaba Artigas lograr con la arcilla lo que otros conseguían con porcelana; lo explicó así explícitamente, por eso producía sus cerámicas con una pasta con el asperón como elemento principal, no muy distinto en sus manos a la mezcla de caolín empleada en la porcelana. Quienes hayan trabajado en esta técnica saben bien de sus dificultades: los colores no entran, por ejemplo, en fusión a la misma temperatura, sino que algunos requieren gran fuego o medio gran fuego.

Es conocido que, si una hornada no acababa correctamente, el artista era capaz de destruir con frialdad las piezas fallidas, incluso medio centenar, y no por su mala calidad per se, sino por no corresponderse con su ideal de diseño: volvía a empezar, redoblando esfuerzos para que los fallos no volvieran a producirse. Cada fracaso era para él aprovechable, aunque fueran múltiples los imponderables que podían determinar la frustración o el éxito, más en cerámica: si pintores y escultores pueden rectificar rápidamente en el camino, el ceramista, una vez que dispone sus objetos en el horno, solo puede esperar y confiar en no tener que destruir. Y los riesgos son mayores cuanto lo es el perfeccionismo, o la fidelidad a sí mismo, del autor.

"Llorens Artigas. Cerámicas". Galería Elvira González
“Llorens Artigas. Cerámicas”. Galería Elvira González, 2020

En las manos de Llorens Artigas, el barro se convertía en una pasta pura, un material noble en el que cabía la inventiva, y a él, pulimentado, aplicaba colores ricos y variados. Aunque trataba de que cada pieza respondiera a su previa idea, no creía en la perfección conclusa, sino en la que es siempre susceptible de mejora. También en lo sencillo: en que tanto las formas de sus obras como sus esmaltes resultan más bellos cuanto más simples, más poéticos cuanto más desnudos, por eso cuidaba de eliminar desviaciones que sugirieran una riqueza innecesaria. Admiraba, en ese mismo sentido, a los maestros orientales por saber esquivar filigranas.

Hablábamos antes de la pureza de los colores en Artigas, que es singular. Su gama es diversa y trabajó siempre tanto ampliándola como matizándola; también veló por su intensidad, no solo en los rojos y verdes agudos, sino además en los amarillos más apagados, muy estudiados en su caso. Decía Ernest Tisserand que la pasión del ceramista no era tanto generar nuevas formas, sino nuevos esmaltes; Llorens sabía que las primeras eran limitadas, y que de ellas se requería básicamente armonía para complacer al espectador, más que originalidad.

El sello de los vasos, jarras o platos de este autor se encuentra, por ello, en sus tonos, aplicados a menudo de manera uniforme, de forma que representaran el triunfo del color puro, cuyo efecto sobre quien contempla depende de que llegue a alcanzar o no una cualidad “rara”, esto es, la de algo nuevo y perfecto. Joan Hernández Pijuán se refirió por eso a ellos como azules de cielo nocturno, rojos de sangre, verdes de las aguas profundas… al compararlos con las cerámicas chinas de la dinastía Tang.

Josep Llorens Artigas. Sin título, 1965-1967. Galería Elvira González
Josep Llorens Artigas. Sin título, 1965-1967. Galería Elvira González

Llegó a colaborar Artigas con Raoul Dufy, Braque o Joan Miró, y esas experiencias le dieron resultados muy satisfactorios: piezas únicas muy valoradas por los coleccionistas en las que el resto de las artes plásticas penetraban en la cerámica, de manera especialmente clara en el caso de la pintura abstracta.

Para Gullón, los que llamaba cacharros de Artigas son el fruto, y tienen el sello, de una paciencia infinita, sobre la que pueden establecerse analogías con el tiempo de maduración de la naturaleza; también por la adopción de normas profundas que él no intenta superar, sino alterar con prudencia. La suya era una espontaneidad controlada por innumerables horas de tanteo y sus logros inspiran serenidad, por su sobriedad y contención; no resultan sus creaciones estáticas y sugieren cierto dinamismo, como la de un objeto a punto de movimiento.

Josep Llorens Artigas. Sin título, 1965-1967. Galería Elvira González
Josep Llorens Artigas. Sin título, 1965-1967. Galería Elvira González

 

 

BIBLIOGRAFÍAS

Ricardo Gullón. De Goya al arte abstracto. Seminarios y ediciones, 1972

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