Nacida en Roma en 1914, Lina Bo Bardi se formó en Arquitectura en su país en los años treinta para trasladarse a Brasil recién acabada la II Guerra Mundial, en 1946, tras emprender en Milán un estudio propio junto a Carlo Pagani y colaborar con diversas publicaciones, entre ellas Lo Stile. Nella casa e nell´arrendamento de Gio Ponti. Viajó allí junto a su marido, el crítico y coleccionista Pietro Maria Bardi, y pronto quedaría seducida por su nuevo país, donde desplegaría sus múltiples roles como arquitecta, diseñadora, museógrafa, escritora, diseñadora y activista cultural, atenta tanto a la tradición como a lo moderno, las costumbres populares, la individualidad de los artistas contemporáneos y los proyectos colectivos.
Reunió, fotografió, catalogó y exhibió collares, tocados y otras piezas que no eran creaciones de autores individuales, sino manifestaciones tribales colectivas: no tenían autor conocido, se transmitían de generación en generación y para Bo Bardi suponían la mayor novedad cultural del Nuevo Mundo. Los proyectos que llevó a cabo en Brasil, según Mara Sánchez Llorens, se distinguen por su exuberancia, entendida esta por una pluralidad porosa de referencias que hacía alusión a una sociedad incipiente, una aristocracia del pueblo en palabras de la artista, que conjugara lo europeo, lo indio, negro y nordestino.
Si la antropofagia reforzó en este país ciertas identidades grupales y la practicaron tribus como los tupinambás con sus enemigos capturados, alimentando el imaginario occidental que convertiría este país en un paraíso perdido, para la comisaria de su muestra de 2018, en la Fundación Juan March, Bo Bardi desarrollaría una suerte de antropofagia a la inversa, dejando transformar sus inquietudes y obras por todas las capas sociales de su nueva tierra, desde las más antiguas hasta las étnicas y políticas más recientes. Como muchos inmigrantes y creadores locales que amaron Brasil y participaron en su construcción desde la libertad creativa, la italiana afirmaba sentirse extranjera en cualquier parte y no lo lamentaba: Es muy bueno no ser presa de nada. La libertad es muy importante.
Así, entre 1946 y 1992 todas las facetas de su trabajo contribuyeron a la transformación de las artes brasileñas y, en el camino, de su cultura y su sociedad. Entre sus primeros proyectos se encontró su propia residencia, llamada después la Casa de Vidrio (1949), estrechamente imbricada en el entorno natural donde se asienta pese a elevarse cinco metros sobre una colina. Protegida del exterior y abierta a un patio se encontraba su zona privada, mientras el espacio público, o colectivo, se despegaba del suelo. Por su forma de reposar sobre la tierra, Sánchez Llorens comparaba este edificio como un insecto que, parcialmente apoyado, parece que puede echar a volar en cualquier momento.
El uso del vidrio responde a la vocación modernizadora de Bo Bardi, pero cuando la casa terminó de fundirse con el ambiente exterior, su transparencia fue volviéndose penumbra al rodear la vegetación esta construcción. En todo caso, el entorno puede ver las vidas de quienes la habitan y estos, a su vez, conocer bichos y plantas.
En el eje central de São Paulo y su punto más elevado, la Avenida Paulista, proyectó y construyó más tarde su Museo de Arte, el MASP. En esa zona se habían situado inicialmente las casas veraniegas de los llamados barones del café, después de la burguesía inmigrante enriquecida y, en su punto más alto y frente al centro histórico, se había construido en 1916 el Mirador del Trianón, donde se reunieron los intelectuales que, en 1922, promovieron la Semana del Arte Moderno. Fue demolido en 1950 y en el año siguiente alojó, de manera provisional, la primera edición de la Bienal paulista.
La propuesta que la italiana ideó para sustituir ese pabellón temporal se desarrolló entre 1957 y 1968 y sería inaugurada con la presencia de Isabel II de Inglaterra. En esta ocasión, apostó por la modernidad: se trata de una caja de vidrio suspendida sobre una estructura de hormigón situada a ocho metros del suelo. Las vidrieras de una sola pieza que dan cerramiento a la fachada fueron, cuando se construyó este centro, las más amplias de América del Sur, marca igualmente lograda por el vano libre que creaba: el edificio parece flotar y desafiar a la gravedad.
Como en su propia casa, el contenido del museo se muestra a la ciudad y también al revés, disolviéndose las fronteras entre arquitectura, público y paisaje y, en el interior, las obras del fondo se presentaban igualmente “levitantes”, en unos caballetes que la propia Bo Bardi diseñó en vidrio. Esa manera etérea de exponer desafía jerarquías.
Esta museografía contaba con algunos precedentes, a cargo de la misma autora. El Museo á Beira do Oceano de São Vicente ensaya ya un espacio expositivo elevado, bajo el que quedaba un gran vacío abierto a las mareas; la sala del centro -abierta visualmente al exterior- exhibía piezas de arte y artesanía, tan heterogéneas como atemporales.
Merece la pena reseñar que la primera exposición en el MASP, “A mão do povo brasileiro”, tendría gran importancia, porque acogió objetos, obras profanas y religiosas, relativos a los cuatro paisajes humanos y culturales que definían Brasil: el indio, el negro, el ibérico y el nordestino; continente y contenido experimentaron una suerte de antropofagia cultural que la misma Lina había conocido.
Unos años después, en 1963, instaló la sede del Museu de Arte Popular (hoy del MAMB) en el Solar de Unhão de Salvador de Bahía, un complejo colonial del siglo XVI al borde del mar y reutilizado con ese fin. Hizo suyos en el camino procesos vernáculos que ella misma tecnificó, como la escalera-escenario de la sala de exposiciones, elaborada con madera autóctona.
Desde esa ciudad se estaba gestando un movimiento de florecimiento artístico (tanto que comenzó a llamarse popularmente Roma negra) y Bo Bardi trabajó, en esa ocasión, junto a un grupo diverso de creadores locales e internacionales, estos últimos interesados en la cultura afrobahiana; se encontraban entre ellos el cantautor Dorival Caimi, el escritor Jorge Amado, el director de cine Glauber Rocha, el músico Walter Smetak o los fotógrafos Pierre Verger o Gautherot.
Regresando a São Paulo, otro de sus iconos allí fue el Servicio Social de Comercio (SESC), en el barrio de Pompéia. En 1969, el Ayuntamiento diseñó un plan urbanístico que implicaba humanizar la urbe, esto es, facilitar las actividades y participación comunitarias, y el SESC cumplía con los objetivos propuestos, aunque no formara parte de esa ideación.
Desarrollado entre 1977 y 1986 en el que era entonces un barrio industrial degradado, supuso la recuperación de una antigua fábrica para la cultura, el deporte y el ocio: sus ocho naves se destinaron a convivencia, teatro y talleres. Además, los materiales utilizados en el complejo suavizaron la dureza del lenguaje industrial, el vidrio de las ventanas desapareció y el aire fluyó, igual que los usuarios de este espacio. La antigua chimenea contaminante pasó a acumular agua.
También se hizo cargo de la recuperación del Teatro Oficina en 1984, tras el incendio que sufrió en los sesenta, y desde 1986, de la revitalización del bello centro de Salvador de Bahía, amenazado por la desidia y por un turismo en crecimiento. Reactivó varios edificios y subrayó el valor del urbanismo portugués del siglo XVI en el Pelourinho, declarado en 1985 Patrimonio de la Humanidad.