Nos resulta familiar, sobre todo, por sus obras más luminosas y de cromatismo encendido, pero trabajó en ciclos, desde la voluntad de alumbrar una expresión pictórica personal y auténtica y en obras de muy distinto cariz, desde los autorretratos de sus inicios hasta grandes lienzos coloristas pasando por sus sugerentes collages de los cincuenta, sus proyectos dominados por los tonos ocres y sus dibujos del natural.
Lee Krasner, nacida en 1908 en Nueva York y fallecida en la misma ciudad en 1984, procedente de una familia de origen ucraniano, decidió muy pronto que quería ser artista, en su adolescencia, y se formó con ese fin durante años hasta devenir figura importante del expresionismo abstracto cuando el movimiento brotaba justamente en Nueva York que, como sabemos, tomaba el relevo de París como capital internacional del arte tras la II Guerra Mundial. De hecho formó parte Krasner, ya en 1942 y junto a otros autores asociados a esa corriente (como Jackson Pollock, al que aún ella no conocía y con el que se casaría pocos años después), de una importante exposición de pintura americana y francesa que acogió la galería McMillen Inc.
Uno de sus primeros autorretratos le valió el acceso a la National Academy of Design, centro que tuvo que abandonar en tiempo de la Gran Depresión para matricularse en el City College de Nueva York, en un curso para docentes de matrícula gratuita. En paralelo asistía a clases de dibujo del natural en Greenwich House con Job Goodman, alumno del pintor regionalista Thomas Hart Benton que defendía un método clásico de dibujo, inspirado en los maestros del Renacimiento. De aquella etapa datan trabajos como Studies from the Nude (1933), que evidencian el manejo del cuerpo desnudo de Krasner, que se sirvió de la barra Conté para marcar la musculatura del modelo.


Una beca le permitió acceder más tarde a la Hans Hofmann School, que dirigía el mismo Hofmann, un modernista alemán que había vivido en París y conocido a Picasso y Matisse, a quienes Krasner veneraba. De él aprendió las claves del cubismo analítico, estudiando las relaciones entre plano y tridimensionalidad: ella lo llamaba el tira y afloja de una obra. Sus dibujos de este momento se acercan a la abstracción.
En el difícil periodo de los treinta, ella fue también una de las artistas que recibió apoyo del Federal Art Project de la WPA, que financiaba proyectos que debían fomentar el optimismo, el espíritu americano y de trabajo, el sentimiento de comunidad… En 1942 logró que se le adjudicara la supervisión del diseño y el montaje de veinte escaparates de grandes almacenes de Manhattan y Brooklyn y que Pollock formara parte de su equipo; en dichos escaparates se anunciaban cursos de formación para la guerra cuyas imágenes integró en sus diseños, con ecos abstractos y tipografías dinámicas. No se conservan estas piezas, pero sí documentación.
En 1945, el año de su matrimonio con el artífice del dripping, se trasladó a Springs, donde se enfrentaría al duelo por la muerte de su padre pintando una y otra vez las obras que llamaba “losas grises”. Paulatinamente, su nuevo escenario creativo desembocaría en una iconografía igualmente nueva: abstracciones vibrantes en las que, en ocasiones, aplicaba densas capas pictóricas con espátula para después matizarlas con brocha dura. Otras veces generaba arabescos a través de pintura rebajada con trementina; incluso elaboró una Mesa de mosaico, que llevó a cabo con la rueda de un viejo carromato que encontró en la granja donde vivía, incorporando teselas desechadas, bisutería rota, llaves, monedas o trozos de cristal.

Su primera muestra individual la presentaría en la Betty Parsons Gallery en 1951, sala habitual de los expresionistas abstractos y muy frecuentada por el crítico Clement Greenberg. Constó de catorce obras abstractas y geométricas que realizó con colores plácidos y luminosos y que no pudo vender, aunque sí cosechó buenas críticas. Desilusionada, decidió emprender entonces una serie de dibujos en blanco y negro de los que esperaba obtener inspiración futura… hasta que prefirió romperlos. Se enfrentó a una crisis que la alejó del taller varias semanas.
A su vuelta, sí que encontró allí cosas que la interesaban. A partir de aquellos papeles rotos, ideó collages que dispuso sobre los lienzos que no había logrado vender. Sumó, además, trozos de arpillera, hojas de periódico rotas, papel fotográfico, algunos dibujos desechados por su marido y pinceladas y los resultados los mostró, en 1955, la Stable Gallery.
Al año siguiente, cuando su relación con Pollock se complicaba, llevó a cabo Profecía, un trabajo muy diferente al resto de los suyos y dominado por formas onduladas y carnosas, con toques de rosa y enmarcadas en negro. A ella misma la inquietó “enormemente”. Y proféticamente o no, muy poco después su esposo murió en un accidente de tráfico.

Cuando volvió a pintar, Krasner creó tres obras que integraban una serie con aquel trabajo perturbador: Profecía: Nacimiento, Abrazo y Tres en dos, paisajes agitados que podrían parecer animados por fuerzas psicológicas oscuras. Es así porque no se planteó dejar los pinceles en el duelo; afirmó: Pintar no es algo ajeno a la vida. Es la misma cosa. Es como si me preguntan si tengo ganas de vivir. Mi respuesta es sí y por eso pinto.
Con el tiempo, decidió instalarse en el que había sido el estudio de Pollock, volcándose en la realización de obras de dimensiones que hasta ese momento no había manejado, tanto que tenía que clavar directamente en la pared los lienzos, sin bastidor. Trabajaba de noche, con luz artificial y utilizando especialmente los tonos blanco y tierra; este último aportaba a sus creaciones cualidades orgánicas. El poeta Richard Howard, amigo de Krasner, se refirió a estas imágenes como Viajes nocturnos y supusieron tal viraje en su andadura que Greenberg decidió suspender una muestra suya que estaba organizando, incómodo ante estos nuevos rumbos. Esta vez, ella no se preocupó por ese motivo y mostró las obras en la Howard Wise Gallery en 1960 y 1962, con buena respuesta.
En esa década de los sesenta, justamente, el gran color regresaría progresivamente a su producción, junto a una gestualidad más atrevida. Ese nuevo cromatismo, que remitía a Matisse, antiguo héroe de esta autora, le dio cierta suerte: en 1965 llegaría su primera individual institucional, en la Whitechapel londinense.
En este momento, avanzado y maduro, de su trayectoria, continuaba sin utilizar bocetos preparatorios, pero en 1968 compró un lote de papel manualmente elaborado para aplicar sobre él pigmentos puros. Aquellas obras enseguida se vendieron.
Sus formas biomórficas darían paso, ya en los setenta, a composiciones abstractas con elementos recortados, de energía más serena. Eran regias y lentas, así las calificó Cindy Nemser. Las expuso el Whitney Museum y llamaron la atención por la fuerza expresiva de Krasner en su última fase creativa. La pieza más grande en ese museo fue Palingenesia (1971); este término significa nacer de nuevo, y en el fondo compendia el espíritu de la trayectoria de la americana.
También el alma de su obra final: en 1974 encontró una vieja carpeta de dibujos de sus inicios que le inspiraron la realización de nuevos collages a los que sumó imágenes espectrales en el reverso de algunas de las hojas, dejando otras zonas del lienzo sin trabajar y reflejando el espacio vacío alrededor de los modelos desnudos. Sus títulos remitían a formas verbales y se expusieron en la Pace Gallery.
Aunque finalmente obtuvo reconocimiento en vida, el prestigio mayor le llegó a Krasner tras su muerte. Esa circunstancia, aunque injusta, le permitió trabajar, según ella misma entendió, desde la independencia, la libertad y la ausencia de repetición.

BIBLIOGRAFÍA
Lee Krasner. Color vivo. Museo Guggenheim Bilbao, 2020