En 2015, el poeta Andrés Sánchez Robayna publicó en Galaxia Gutenberg Variaciones sobre el vaso de agua, un ensayo breve en el que reflexionaba sobre la presencia, frecuente, de ese motivo en la literatura y en las artes, sobre su simbolismo y sobre los ecos intelectuales, espirituales y plásticos que aporta esa imagen (Un solo vaso de agua alumbra el mundo, decía Cocteau).
Entre las obras de arte en las que aparecen estos vasos y que el autor canario cita destaca El aguador de Sevilla de Velázquez, una de las piezas maestras del pintor en su etapa en la ciudad andaluza. Este lienzo puede interpretarse como el retrato, austero, de un conocido personaje de este lugar, pero también como una alegoría, y en el cruce entre ambos géneros se encontraría, justamente, el cristal con agua que aquí apreciamos.
La escena nos ofrece, en palabras de Sánchez Robayna, una entrega: un aguador, seguramente pobre pero vestido con mucha dignidad, también expresada en su rostro, concede a un joven ese vaso de agua ante la mirada de un hombre que bebe de una jarra de vidrio. La luminosidad de un cántaro de barro que aparece en primer término tiene una proyección, o una continuidad, en la camisa muy blanca del propio aguador, que asoma bajo el capote descosido, aunque se demora especialmente en gotas leves que resbalan sobre el cántaro, puntos luminosos que el espectador no tiene más remedio que mirar con detalle.
La mano del aguador, anciano, y la del muchacho, se cruzan sobre el vaso de agua cristalino, de modo que podemos atisbar en este objeto un cierto sentido de transmisión de un legado: quien entrega el agua y quien la recibe se encuentran al inicio y al final de sus respectivas vidas, lo que nos hace pensar que en esta escena se da un simbolismo bajo la supuesta cotidianidad, como sucede en otras obras de Velázquez.
El aguador, llamado en Sevilla el Corzo, no es solo una figura popular allí, sino también la imagen de la vida vivida, mientras que el pícaro, más que esa condición, encarnaría el inicio de la existencia o del impulso vital, subrayado quizá por el higo en el fondo de ese vaso, que podría tener connotaciones sexuales (aunque en la época se utilizaba para perfumar el agua). El personaje oscuro del fondo, que bebe de aquella jarra vidriada, sería la figura intermedia en ese tránsito vital, que completaría las tres edades humanas.
En todo caso, es el vaso de agua el que transmuta una imagen de la vida diaria, aportando misterio y exigiendo de quien contempla una mirada más honda; son posibles otras interpretaciones que la que dijimos, pero si el anciano diera de beber a un sediento, sería difícil de explicar la aparición del hombre de mediana edad, y no parece casual que un modelo mayor y otro joven sean justamente los protagonistas de esta entrega.
La luz suma gravedad a los personajes, y también juega, en nuestra percepción, a favor del enigma en su contraste con la oscuridad que baña al hombre que bebe. El eje de la lectura de esta obra se halla, en todo caso, en ese vaso de agua, eje de una suerte de rito de iniciación, pero seguramente no tanto del conocimiento o del amor, sino de la existencia, de la que el hombre de la jarra se sacia a grandes sorbos. Un gesto cotidiano adquiere, así, sacralidad.
Por su parte, Vaso de agua y rosa sobre una bandeja de plata, obra de Zurbarán pintada en 1630, que hoy custodia la National Gallery de Londres, es una composición aparentemente muy sencilla cuyos bordes, todos salvo el izquierdo, fueron cortados, lo que nos hace pensar que pertenece a una pintura mayor. Interpretarla sin tener conocimiento del resto es arriesgado: se ha escrito que este vaso podría ser una referencia simbólica a la pureza de la Virgen y que la flor remitiría a María como Rosa Mística -en la letanía de la Virgen en el Rosario se habla de ella como vaso espiritual, vaso digno de honor o vaso de insigne devoción-. Es, por tanto, una hipótesis posible.
Cabe preguntarse, igualmente, cuál sería el sentido de la bandeja de plata, si lo tiene y si, al margen de esa lectura religiosa, la flor podría estar ligada al agua de rosas o agua rosada, a la que se daban muchos usos en España en el siglo XVII; se le atribuían, por tradición, algunas propiedades casi mágicas, como la curación de enfermedades o la protección en el parto, y también tenía funciones cosméticas, aromatizantes y saborizantes, por herencia, quizá, de la cultura árabe.
En este lienzo, o fragmento de él, lo que nos conmueve es, fundamentalmente, la sobriedad: la taza de cerámica blanca, que se muestra con algún defecto de perspectiva, como si esa insuficiencia fuese también modestia, descansa con gracia sobre una mesa, incluso con delicadeza, como si sus asas fueran extremidades. Y la citada bandeja de plata, material traído de Perú, la refleja levemente en uno de sus bordes, al igual que la rosa que empieza a marchitarse, mientras el fondo oscuro resalta los objetos, favoreciendo su luminosidad.
Sánchez Robayna encuentra en este bodegón una humilitas que no está presente en otros trabajos de Zurbarán; cuente o no con significación mariana, sí posee el sentido hondo de lo cercano, de la calidez de lo cotidiano.
BIBLIOGRAFÍA
Andrés Sánchez Robayna. Variaciones sobre el vaso de agua. Galaxia Gutenberg, 2015