Hemos leído a Kant, y no porque estemos en campaña. Ya sabéis que la obra fundamental del que fue el principal pensador de la Ilustración alemana fue Crítica del juicio (1790), que, llevándola a nuestro terreno, podemos entender también como crítica del gusto, y que nos acerca, en la primera parte, a los conceptos de lo bello y lo sublime y al fenómeno del genio; en la segunda parte, se recopilan las reflexiones del filósofo sobre nuestra facultad de juzgar.
Kant hace al concepto de lo bello deudor de una tradición originada en el mundo griego que identifica este término con lo finito y mesurado, con la unidad que prima en la variedad; lo abarcable y medible a través de las proporciones. La noción de belleza así entendida estuvo vigente hasta el Renacimiento.
En cuanto a lo sublime, aunque Kant aluda a ello en ocasiones para referirse a la naturaleza, afirma que en realidad no puede darse en el paisaje, pero sí en la matemática: equivale a su infinito. Subrayó que si lo bello produce placer; lo sublime, dolor y displacer: en este caso, el hombre se siente anulado, constreñido y limitado ante lo que contempla, sea el cielo, un desierto, una catástrofe…
A través de la razón, el individuo puede comprender y asumir lo bello, y esto lleva implícito una sensación de placer, sensación que es inmediata pero menos intensa que el displacer que nos causa lo sublime.
Como es lógico al encontrarnos en el Siglo de las Luces, Kant asume la primacía de la razón enfrentándola a los mitos, y elimina estos al asociarlos a los misterios y la superchería. En Crítica de la razón pura defendía el uso estricto de la razón para el conocimiento de las cosas y como garantía de las ciencias de la naturaleza: la razón funciona a priori, como estructura previa a la experiencia, y encarna lo trascendental, que no lo trascendente, entendiendo que lo trascendental son formas fundamentales del conocimiento previas a lo empírico.
En la base de la Crítica del juicio está el poder llevar lo bello a la razón, asociándolo a la idea y no al sentimiento. Para que el juicio no sea dependiente de la imprecisa apreciación, o de nuestras zonas oscuras, como el citado sentimiento, Kant lo asocia a la capacidad de entender lo bello dentro de las categorías racionales. Y entendió que para que el placer causado por lo bello no sea una explosión puramente afectiva, relacionada con nuestras cambiantes emociones, hay que buscar detrás una razón, dado que el gusto no puede ser un mero juicio subjetivo, aunque nunca vaya a tener el carácter universal propio de los enunciados científicos; la razón debe justificar el que lo bello guste a todos.
Aunque no desarrollara como tal una teoría estética propia, Kant proporcionó a los artistas de su tiempo un utillaje conceptual: se acercó al arte desde la órbita de un científico y ofreció un lenguaje y unos conceptos a partir de los cuales podría desarrollarse esa teoría estética esbozada.
En cierto modo, logró hacerlo Schiller, que no fue un filósofo pleno al modo de Kant, sino un poeta y un esteta. Él convirtió el lenguaje del de Königsberg en una suerte de emoción vibrante, porque a su capacidad reflexiva se unía su capacidad creadora.
El filósofo no compartía la idea de genio que desarrolla la estética romántica; para él, el arte no debía suscitar problemas, sino ser sencillo y apacible. La ciencia ya le ofrecía las herramientas necesarias para comprender la realidad, y la moral ya nos indica nuestro comportamiento correcto, así que, según sus postulados, la estética debía servir para que nos sintamos felices, no para causarnos preocupación. La moral nos induce a cumplir el imperativo categórico; el arte no debe invitarnos a nada más que a contemplarlo y dejarnos llevar. Diferencia el papel del espectador respecto al del historiador de arte: el primero disfruta, y quizá describa, la experiencia estética de la contemplación; el segundo debe saberlo todo de cada obra.
Quizá uno de los artistas que de forma más clara trabajó, seguramente sin intención, en línea con el pensamiento de Kant, fue Matisse, que dijo querer hacer un arte que sirviera para todos, en el que todos nos sintiésemos cómodos. Al filósofo le gustaba precisamente que el arte transmitiese placidez y nos proporcionase el descanso de nuestro comportamiento encorsetado ante la sociedad, relajación y distensión.
Entendía Kant que en la contemplación solo interesa la forma: si captamos su perfección y esta nos produce placer, podemos decir que nos encontramos ante un objeto bello.
A diferencia de los objetos de la naturaleza, que obedecen a leyes universales, las obras de arte nacen de las normas particulares creadas por cada artista, quien puede seguir líneas ya existentes o crear una nueva ley para cada obra.
El concepto finalidad existe fundamentalmente en el campo de la moralidad; el ámbito de la naturaleza es el de la necesidad y la causalidad (en ella todo es previsible) y el arte es, para Kant, el ámbito de la voluntad en el que todo lo que puede ser pensado puede ser representado, idea que compartía con Goethe.