En el próximo año 2026, y justo en estas fechas, la National Gallery de Londres se encontrará inaugurando “Van Eyck: The Portraits”, una muestra que promete reunir todos los retratos del pintor con el que suele decirse que este género comenzó, tal y como lo conocemos. Son sólo nueve composiciones, pero no son sólo nueve composiciones: más bien otros tantos misterios en los que no se representa a reyes ni nobles, sino a artesanos, comerciantes y familiares acomodados del artista.
Constituyen la mitad de sus trabajos conservados de esta tipología y rara vez viajan; así que será una oportunidad de las que se dicen inigualables para acercarse a un autor y a un tiempo en el que el acceso a la pintura se expandió.
No faltará en esa exposición una de las obras más enigmáticas que forma parte de los fondos de este mismo museo: El hombre del turbante rojo (1433), ese rostro masculino que no se parece a nadie y que fue una de las manifestaciones más tempranas de la entrada triunfal del individuo como tema pictórico, señal del arranque de una modernidad renacentista que hoy sentimos propia y que tuvo como escenarios de su apogeo, en la primera mitad del siglo XV, a Italia, Flandes y el ducado de Borgoña.
Desconocemos quién es este hombre del turbante rojo, muy merecedor de ser observado y representado en su anonimato. Muchos especialistas han considerado que podría tratarse de un autorretrato, atendiendo a esa mirada que se dirige fuera del cuadro y a la orientación divergente de los ojos: es sabido que, cuando se autorretrataban, los pintores tendían a copiar sus pupilas separadamente y mirándose en un espejo.
Si fuese el caso, éste sería el primer autorretrato de la historia de la pintura: quizá Van Eyck, que había asimilado su rol histórico, deseó atraer la atención sobre su propia figura, la del primer artista que fecha y firma sus creaciones de forma sistemática y añade en los marcos el lema als ich kan (tal como puedo).

La fortuna crítica del autor de El matrimonio Arnolfini fue oscilante y los románticos tuvieron mucho que ver en su recuperación para la época contemporánea; los poetas le dedicaron versos. Y de su vida se desconocen infinitos datos: la fecha de nacimiento (quizá hacia 1390), el lugar exacto (la tradición lo ubica en Maaseik, hoy en Bélgica pero cerca de Maastricht) y también cuál fue su formación (es probable que aprendiera junto a su hermano Hubert y que se iniciara en la miniatura).
De su madurez se sabe algo más: cuando pintó a este caballero con turbante, en 1433, residía en Brujas, gozando desde 1425 del favor de Felipe el Bueno, duque de Borgoña, de quien era pintor y valet de chambre; además de llevar a cabo sus retratos oficiales, debía ser su hombre de confianza, viajar con él y organizar sus fiestas. Otro de los retratos más virtuosos de Van Eyck, dos años posterior al nuestro, es el que brindó a Badouin de Lannoy, señor de Molembaix, gobernador de Lille y primer caballero de la poderosa Orden del Toisón de Oro, pero célebre sobre todo por esta imagen; el hecho de que Van Eyck fuera requerido por gentes como él nos habla de su aprecio en la Europa culta.

Si atendemos a técnicas, El hombre del turbante rojo es un óleo con una amplia gama de colores: ese procedimiento permitía aumentar su saturación, facilitaba la unión entre ellos y dulcificaba los sfumatos, las transiciones entre luces y sombras y la difuminación de los contornos. Al sumar resinas duras, que aceleraban el secado, favoreció además la yuxtaposición de los tonos y el detallismo (en el caso de este autor, casi microscópico).
La pasta podía ya aplicarse con pinceles muy finos, con los dedos o la espátula, graduando su consistencia desde el espesor a la veladura transparente. Esto es, podían lograrse efectos de relieve: sólo con el óleo (materia untuosa que se obtiene moliendo los pigmentos con aceite de linaza o de nuez) se conseguían huecos y prominencias tan abultadas.
Además, en esta época de un primer humanismo y al liberar a los pintores de la lenta preparación de los lienzos, el óleo ennoblecía su oficio al favorecer su intelectualización. Podía centrarse el artista en el planteamiento compositivo y en sus habilidades personales. Permitió, igualmente, un nuevo naturalismo y también la consolidación del ágil cuadro, frente al retablo de altar y el fresco mural; la aparición del caballete, que posibilitaba trabajar en la tabla verticalmente y con mayor fidelidad al modelo; y la del marco, como engaste decorativo que delimita el espacio fingido, al igual que la moldura de una ventana.
Alguna leyenda equivocada atribuyó a Van Eyck la invención de este método (su empleo ya está atestiguado anteriormente), pero es cierto que fue él quien alcanzó con sus procedimientos una finura, transparencia y un nivel de precisión inéditos.
Regresando a la temática de la obra, un año antes los Van Eyck ya habían demostrado en el Políptico de Gante que las cosas estaban cambiando en cuanto a la representación del mundo terrenal en la pintura (y avanzado el advenimiento del retrato): en las más de trescientas cabezas de la Adoración del Cordero Místico no daremos con dos iguales.

Ese realismo individualizador alcanzaría desde entonces su esplendor en composiciones autónomas en las que se reproducían con minuciosidad los rasgos individuales, incluyendo el vello tieso de una barba mal arreglada, el brocado dorado del abrigo de Lannoy (que era regalo de Felipe el Bueno) o la mosca posada frente al cartujo de Petrus Christus. Las menudencias también expresaban entonces.
Afirmaba Erwin Panofsky que Van Eyck se colocaba ante los hombres como si los viese por primera vez: estudiándolos como si quisiera conocer un secreto, captándolos como si fuesen los seres singulares que efectivamente eran. Este hombre bajo el turbante, desde luego, alberga enigmas, porque poco podemos intuir de él en su rostro curtido, su mirada seca y gris y bajo el rojo encendido y la aparatosidad de su tocado.
Y aún así… su presencia es contundente, profunda y nos anima a intentar desentrañar su personalidad. Sin darnos muchas esperanzas.

BIBLIOGRAFÍA
Erwin Panofsky. Los primitivos flamencos. Cátedra, 2016
María Bolaños. Interpretar el arte. LIBSA, 2007

