Los asiduos al Instituto Valenciano de Arte Moderno conocéis bien a Ignacio Pinazo (1849-1916), artista, justamente valenciano, que aunó lo cotidiano y lo moderno manteniendo siempre estrechos lazos con la geografía donde nació. Hay quien lo considera pintor antiguo y quien lo ve como un pintor muy moderno, como un continuador de la gran tradición o como un rupturista que supo dialogar con las vanguardias sin perder sus esencias.
Pinazo compiló en su obra infinidad de aspectos propios de la vida diaria en el entorno mediterráneo (la playa, el puerto, la huerta) y también recogió sus tipos, allanando el camino a Sorolla. Casi siempre lo hizo trabajando en formatos reducidos, en tablas de dimensiones pequeñas, pero la pluralidad de temas que cultivó, en parte justamente por ese valor que encontró en lo pequeño, no tuvo parangón. Nada de lo cercano le resultó ajeno.
A partir de las décadas de 1870 y 1880, pintó sobre todo visiones de la playa que fueron, progresivamente, perdiendo carácter descriptivo para ganar valores plásticos y proponiendo, por eso, nuevos modos de mirar, puntos de vista paulatinamente más próximos al motivo; estos no son ya copias fotográficas ni se limitan al terreno de la imaginación. Tampoco se explican desde el mero trabajo del taller: sus obras dependen del pasear del artista por playas y puertos.
La vía ferroviaria que enlazó la ciudad de Valencia con los Poblados Marítimos en 1852 y el primer tranvía hasta el Grao (1876) supusieron un estímulo notable en las relaciones entre la ciudad y el mar y facilitaron el traslado a este de los artistas, siempre cargados con sus utensilios aunque estos se redujeran, como ocurría con Pinazo, a una cómoda paleta de calle en la que llevaba varias tablitas y un cuaderno de apuntes. Se conserva un vivo dibujo de la playa de Viareggio en el que representó jóvenes bañistas entretenidos en sus juegos en la arena: da fe de su carácter innovador, que no atañía solo a la mirada, sino también a la factura.
Dotaba a sus pinturas de una luminosidad prácticamente inusitada y su lenguaje, muy original, se deshacía de los retazos románticos para convertirse en expresión personal y autónoma, abierta al impresionismo. Las referencias objetivas se difuminan, de manera que la propia materia pictórica con sus accidentes cromáticos se convierte en protagonista de sus trabajos. El valenciano es, sobre todo, un modernista, un autor a caballo entre dos siglos que se abre hacia el XX sin miedo, como prueba la radicalidad de sus propuestas.
Exploró la costa hasta el fin de sus días, en una extensísima colección de pinturas y dibujos. Muchas de sus tablas no están fechadas (algunas se datan en los setenta), por lo que es difícil conceder a Pinazo un rol fundacional para nuestra pintura más lumínica, papel equiparable al de Boudin en Francia. En cualquier caso, desde sus chozas de pescadores, tartanas y animales sueltos por la playa a las vistas y rincones del puerto, las naves ancladas o el paseo de damas elegantes, pasando por sus dibujos conmovedores de familias que esperan a sus repatriados o los crepúsculos de la escollera, su labor quedó unida al desarrollo de esta moderna Arcadia en nuestra costa. Muchos de los temas que, dos décadas después, cultivó Sorolla ya formaban parte del repertorio de este autor.
Podemos decir que Pinazo introdujo el impresionismo en Valencia, un impresionismo que no responde tanto al seguimiento del movimiento francés como a una evolución propia que bebe de los impulsos de Goya y Fortuny. Atento a la realidad, su pintura no resulta uniforme ni pulida; destaca la desestructuración de sus superficies y el protagonismo dado a la mancha.
Sus líneas son dinámicas, como escrituras enmarañadas; de ellas emergen figuraciones de entornos caóticos que permiten cierto diálogo con Boldini. No fue, el valenciano, un artista de fórmulas predefinidas: consideraba que cada obra o grupo de ellas requería tratamientos específicos, aunque pudiera después fusionar experiencias o reactualizar métodos pasados. Ese sentido dinámico es un rasgo esencial de su pintura: buscaba un lenguaje independiente más allá de las corrientes dominantes en el panorama español de entonces.
Las novedades en los procedimientos y los lenguajes no eran, como decíamos, sus únicos caminos de experimentación: se completan con transformaciones en la mirada. Frente a una serie de pinturas en las que el trazo y el contorno funcionan como iluminadores de la realidad, a modo de pinturas dibujadas, hay otras donde ocurre lo contrario, más inquietantes. En estas últimas, la mancha en expansión dibuja de manera más informal y sugerente el motivo representado, dando menos protagonismo al contorno dibujado. Ocurre en Salida de misa en Godella o Anochecer en la escollera III, de la última década del siglo XIX.
La última no es solo una vista idílica, como puede parecer en una mirada corta, sino una pieza que esconde desasosiego, pues es probable que represente la tensa espera de los repatriados de la guerra de Cuba, cuyos familiares y amigos otean el horizonte aguardando la llegada de los barcos que los transportan. Otros pintores coetáneos hubieran abordado la escena de otro modo; aquí se da un acusado proceso de abstracción que llevó a algunos a plantearse si esta era una obra inconclusa. La materia se arrastra con espátula o por otros medios a través de amplias superficies, con sus mezclas y un sentido muy libre del color, y así va dando forma y coherencia a un horizonte extenso en el que todo se refleja sin detenerse en los detalles.
El artista se sitúa a la espalda del grupo que describe, mostrando una gran panorámica del lugar, y son muchas las obras en las que Pinazo contempla el mundo desde la retaguardia, lo que tiene mucho que ver con su actitud de paseante en un sentido próximo al del flâneur de Baudelaire. Vagabundea por fiestas populares, por el campo y la ciudad, por rincones acogedores… distanciándose parcialmente al observar cómo la vida discurre, nuestro comportamiento. También es Pinazo un pintor de la vida moderna, aunque lo sea asimismo de la tradicional; decía el poeta francés que el amante de la vida universal penetra en la multitud como un inmenso cúmulo de energía eléctrica y en esa definición encaja la pintura de este autor
Hablando de Las Fallas, dijo que eran para él un motivo para ver al público, verdadera falla. El verdadero motivo es el espectador. El comentario no deja dudas sobre su actitud de observador vigilante y permanente; le interesa más el factor antropológico que el tema en sí, que puede ser más o menos pintoresco o alegre, de modo que lo mismo pinta la explosión de una traca o el paso de un entierro. Y lo hace graduando, como un fotógrafo, el acercamiento o la lejanía a la escena, que unas veces presenta en panorámica (Carnaval en la Alameda, Salida de misa en Godella), mientras en otras abandona la visión de conjunto para acudir directamente al primer plano.
Apuntábamos antes también que, en Pinazo, lo inacabado podría no estar “hecho” y lo acabado, sí: se maneja con libertad a la hora de usar el color y la pincelada para transmitir emociones.