La fluidez fue esencial para Helen Frankenthaler (Nueva York, 1928 – Darien, 2011): desde mediados de los cincuenta se convirtió en una de las primeras figuras de la corriente del expresionismo abstracto que con el tiempo recibiría el nombre de color field painting, anticipándose incluso a Pollock y De Kooning; diluía esmalte y pintura doméstica con aguarrás y vertía esa mezcla de forma directa, desde una lata de café vaciada, sobre lienzos sin tratar. En su caso, más que por sus propios movimientos, el resultado de sus composiciones venía determinado por el desenvolvimiento de los pigmentos, que podemos entender como fuerza animadora de sus abstracciones, imágenes que, a su vez… tienen mucho que ver con el numeroso tiempo que la artista pasó contemplando el mar, su fuente de inspiración permanente. Fueron muchos sus veranos en Provincetown, hoy un centro turístico en Cape Cod y, en 1620, lugar de desembarco del Mayflower.
Ambiciosa desde la infancia, de niña Frankenthaler decidió trazar con tiza una línea en el suelo desde el apartamento de su familia en el Upper East Side de Manhattan hasta el Metropolitan Museum y, en 1950, cuando solo tenía 21 años, se le encargó organizar la exposición de graduación de los alumnos de Bennington, la Facultad Liberal de Bellas Artes de Vermont, donde ella misma se había formado y donde recibió clases de Paul Feeley, también artista, que compartía generación con los expresionistas abstractos.
Se atrevió a invitar a Clement Greenberg, todopoderoso crítico de la revista The Nation y defensor de Pollock, para que acudiese, y él lo hizo (dicen que bajo promesa de aperitivo abundante). Pese a lo mucho que los separaba, iniciaron una relación que duró cerca de un lustro y que tendría que ver con que Frankenthaler acudiera a las inauguraciones de la Escuela de Nueva York en la Betty Parsons Gallery; el rechazo de Pollock a la pintura de caballete la animaría a ser más osada en sus técnicas y procedimientos.
En el verano del año redondo de 1950 y en Provincetown, Frankenthaler comenzó a tomar clases con el pintor germano-americano Hans Hofmann, muy influyente en las ideas del mismo Greenberg sobre arte. En este momento, esa localidad la habitaban fundamentalmente pescadores que vivían cerca de las playas, en casas de madera pintadas de blanco; el aislamiento de este lugar era una de las fuentes de su encanto, y no tardaría en ser apreciado como refugio costero por otros artistas y por escritores, como John Dos Passos o Edmund Wilson. También Lee Krasner, que había estudiado dos años con Hofmann en su taller de Nueva York, visitó varias veces al que fue su maestro junto a la playa.
Frankenthaler solía emplearse a fondo en sus clases, pero parece que un día, quizá cansada, decidió salir del estudio sin que la vieran, fue a la playa y quedó prácticamente hipnotizada por la vista del mar infinito y su fusión con el cielo. Allí encontró el centro de sus futuros trabajos: instaló su caballete en el porche y comenzó a pintar como si el propio cuadro, o el mar, pudieran decirle lo que tenía que hacer. La primera de las piezas que llevó a cabo tras ese hallazgo fue Bahía de Provincetown, una representación del paisaje marino en el que se sirvió de los colores marrón, siena, rojo, gris, negro y azul cobalto (a Hofmann le gustó y le valió para reforzar sus ideas sobre el uso de la paleta a la hora de transmitir emociones).
Dos años más tarde de aquella experiencia, Frankenthaler acudió a pintar a Canadá, a Nueva Escocia: la acompañaba Greenberg, y ambos se sentaron en la playa para realizar sus acuarelas. De regreso a Nueva York, la artista trató de plasmar lo que había contemplado y sentido allí mediante un procedimiento nuevo, el soak-stain (manchas de color absorbidas): clavó en el suelo un lienzo de gran tamaño y vertió sobre él pintura diluida; el fruto lo llamó Montañas y mar y constaba de franjas y arcos azules, rojos, verdes, rosas y amarillos que resplandecían. En definitiva, transmitía verano y costa; diluía la pintura con trementina o queroseno para que el lienzo sin imprimación pudiera filtrarla y absorberla y la mancha resultante dejaba un aura a su alrededor, cerco que concedía a la obra una sensación dinámica y la aparente unión de soporte e imagen.
Su técnica continuaría evolucionando en esas décadas de los cincuenta y los sesenta, según experimentaba esta autora con acrílicos y acuarelas: lo apreciamos en Magna, en resina acrílica. En cualquier caso, Provincetown seguiría siendo para ella un punto de referencia: junto a su primer marido, Robert Motherwell, pasó allí varios veranos, en Commercial Street (en la segunda de sus casas en esta calle tendría un granero-estudio sumido en el bosque). En este lugar realizaría alguna de sus obras fundamentales, como Provincetown, Verano suave, Marea baja, Verano indio y Bendición de la flota, esta última una explosión de rojos, verdes y amarillos que teóricamente homenajeaba los ritos marineros de la zona.
Esa producción temprana de Frankenthaler nos trajo paisajes diáfanos, con zonas de color cambiantes y casi transparentes: aguadas atmosféricas que lograban efectos ópticos de profundidad, evitando la perspectiva y manteniendo la sensación de planitud del lienzo. Cada vez más, encontraremos en sus pinturas áreas sin cubrir y llenas de luz: espacios negativos que cobran, como en los trabajos de Kenneth Noland, el mismo peso pictórico que los sí cubiertos.
BIBLIOGRAFÍA
Travis Elborough. El viaje del artista. Blume, 2023
After Mountains and Sea: Frankenthaler 1956-1959. Guggenheim Museum, 1998