Escribió Goethe, en 1798, que una obra de arte es auténtica cuando es infinita para nuestra mente: la contemplamos y tiene un efecto en nosotros, pero no podemos comprenderla realmente ni entender su esencia. Al referirnos a ella, deberemos hablar de todo el arte, puesto que este tipo de piezas contienen en sí toda la creación en su conjunto, todas las cualidades que normalmente solo encontramos dispersas. Además, todas las obras de arte bellas tienen un vínculo particular con el cuerpo humano y nos muestran, en sus expresiones: naturalezas vivas altamente organizadas (esto es, derivan de un conocimiento hondo de dicho cuerpo y de sus partes, de sus medidas, fines y movimientos) y caracteres (surgidos de sus propiedades); están en reposo o en movimiento -es decir, mostrando su apariencia de forma tranquila o llenas de expresividad-; ofrecen su ser ideal -responden a un sentido noble y a sus medidas y límites más correctos-; al estar sometidas a las leyes propias del arte, como el orden, la simetría o la oposición, están dotadas de gracia; y desprenden belleza espiritual, que según el alemán proviene de la medida, de la capacidad del hombre de someterlo todo, incluso los extremos.
Una de las composiciones que, para él, cumplía todos esos requisitos era el Laocoonte, y dado que el dominio de su creador de cuanto tiene que ver con el cuerpo humano, su expresividad y apasionamiento es evidente, se centró en analizar su altura e idealidad, que relacionó con su logro al aunar la representación de dolores físicos y espirituales extremos y la manifestación de la gracia o belleza sensual. Lo explicó recordando que los antiguos dotaban a sus obras de un selecto orden en sus partes: le facilitaban al ojo la intuición de sus proporciones por la simetría y, de ese modo, una pieza compleja se hacía de fácil comprensión. Simetría y oposiciones permitían producir los mayores contrastes mediante diferencias difíciles de percibir en un inicio. En sus palabras, el cuidado que demostraba el artista antiguo al oponer diversas masas unas a otras, al dar una posición especialmente regular y recíproca a las extremidades de los cuerpos en grupos, era algo muy feliz y muy estudiado. Así, nuestro Laocoonte es un ejemplo de simetría y variedad, reposo y movimiento, de diferencias y transiciones paulatinas que se presentan unidas, atendiendo al autor de Fausto, de forma a veces sensual y a veces espiritual. Dichas cualidades, pese al patetismo del asunto tratado, provocan sensaciones agradables y suavizan la tormenta.
De manera muy evidente este grupo escultórico es, asimismo, una obra de arte independiente y acabada: no tiene relación con lo que está fuera de ella, descansa en y por sí misma y no da cabida a nada no esencial. En este caso, Laocoonte es solo un hombre, ha sido despojado de su sacerdocio, de lo que es en él troyano, sus referencias poéticas y mitológicas: se trata de un padre con dos hijos, amenazado por animales peligrosos; no tanto dos serpientes enviadas por dioses, sino dos serpientes naturales, poderosas pero no vengativas. Se enroscan y muerden tras haber sido irritadas, conforme a su naturaleza.
Esta pieza es importantísima en cuanto a su representación de un momento concreto: el dinamismo lo da el carácter fugitivo del instante; poco antes, ninguna parte hubiera podido encontrarse en esa misma posición y tampoco después. Esa es, en buena medida, la razón por la que la escultura siempre resultará viva y nueva, aunque pasen los siglos, para millones de espectadores. Puede que para comprender bien las intenciones de su artífice debamos situarnos a una cierta distancia y abrir y cerrar sucesivamente los ojos: notaremos, de ese modo, el mármol en movimiento, como un relámpago fijado. En los Museos Vaticanos no es esto posible, pero una impresión parecida la daría contemplar la obra de noche a la luz de una vela.
El estado en que se hallan las tres figuras se representó escalonadamente: el hijo mayor únicamente está aprisionado en sus extremidades, el menor por más partes, sobre todo en su pecho, y con el movimiento de su brazo derecho trata de zafarse para respirar mientras con el izquierdo mueve la cabeza de la serpiente para que no siga enroscándose. El padre, entretanto, quiere liberarse a él y a sus hijos y oprime a la otra serpiente, que como respuesta se dirige a morderlo en la cadera. Capta la imagen, por tanto, la sensación repentina de ser herido y la causa principal de todo el movimiento: esa parte del cuerpo, la cadera, es muy sensible a todo estímulo, de ahí que la figura del sacerdote se desplace hacia el lado opuesto, el vientre se contraiga y el hombro se dirija hacia delante y la cabeza hacia el lado herido. Frente a los pies inmóviles y los brazos en lucha, se produce un juego combinado de enfrentamiento y huida, esfuerzo y resignación: el autor de la obra ha fijado un efecto sensible y su causa.
Con ello no quiere negar Goethe el sufrimiento moral, al igual que recomienda no contemplar la pieza desde la cercanía a la muerte, sino fijándonos en un cuerpo sano y magnífico que pugna para no caer. Precisamente la expresión de mayor patetismo se sitúa en la transición de un estado a otro, tanto desde una vertiente física como interior.
Tras comprender así la figura principal, nos propone el escritor fijarnos en las proporciones, matices y contrastes de la obra en su conjunto. Al igual que el estado de los familiares acrecienta gradualmente su gravedad de uno a otro, las acciones de las dos serpientes también son distintas: una solo se enrosca, la otra hiere.
Volviendo a los personajes, han sido elegidos con sabiduría: un hombre robusto pero que, por edad, difícilmente soporta el dolor y el sufrimiento (si su lugar lo ocupase un joven fuerte, el conjunto hubiera perdido su sentido); y dos casi niños, pequeños en proporción a él, el menor atemorizado aunque no herido, mostrando el mayor grado de actividad, y el mayor más levemente aprisionado, aún no dolorido pero sobresaltado por el movimiento del padre. Goethe se arriesga a formular que podemos tomarlo como un espectador más, un testigo que participa en la acción.
Si lo pensamos, este instante y no otro es el más interesante a la hora de ser esculpido: cuando un cuerpo ha sido tan aprisionado que ha quedado indefenso; el segundo, estando en condiciones de defenderse, ha sido herido; y el tercero todavía puede albergar esperanza de huir. Parece que es imposible repartir los papeles de otro modo, buscar otra situación. Según Goethe, ante el sufrimiento individual o ajeno, caben tres posturas: miedo, como presentimiento receloso de un mal que se aproxima; terror, la percepción inesperada de un sufrimiento en presente; y compasión, la participación en un sufrimiento en curso o ya pasado. Los tres aparecen aquí: el dolor del padre sugiere terror del mayor grado; provoca la compasión del hijo menor y miedo en el mayor, sensaciones que vienen a equilibrar la pieza: aumenta un efecto mediante otros y se aúna espiritualidad y sensualidad.
Si el artista, concluye Goethe, puede comunicar belleza a objetos inertes y simples, ese mismo sentimiento se expone con mayor energía y dignidad al aludir a las explosiones de la naturaleza humana. Los modernos, para él, se habían equivocado al elegir sus motivos patéticos.
BIBLIOGRAFÍA
J.W.Goethe. Escritos de arte. Síntesis, 1999