Venecia, por su situación en una isla y por ser atravesada por centenares de canales reflectantes, es, y lo era más en el siglo XVI, una ciudad sinónimo de color y luz, cualidades que son, entre otras razones por esa, características de la pintura veneciana, que alcanzó su apogeo en el Renacimiento. Uno de los primeros exponentes de su desarrollo fue Giovanni Bellini, que pintó para el modesto templo de San Zaccaria, en 1505, el Retablo de La Virgen y el Niño con santos, donde podemos decir que aparecen representados cuatro mundos: Bizancio (en el mosaico en la semicúpula), la Antigüedad clásica (en la decoración de capiteles y pilares), el propio Renacimiento (a través de las figuras individualizadas y el marco en general) y, desde luego desde su mismo tema, la fe católica.
Se trata de una sacra conversazione, un tipo de composición habitual en los siglos XV y XVI, en la que Cristo está sentado en el regazo de la Virgen y hace la señal de la bendición; Bellini ha añadido otra figura, puede que un ángel, a los pies del trono, portando un instrumento parecido a un violín. Hasta el siglo anterior, los santos solían guardar las distancias y aparecían en los paneles laterales de los trípticos; en contraste, aquí se hallan todos muy juntos en un único espacio, próximos a María y Jesús. Vemos, asimismo, dos palmas de la victoria: era frecuente que los artistas pintasen a los mártires cristianos con ellas, identificándolos así como santos que murieron por su fe; hablamos de un símbolo tomado de los romanos, para quienes la palma era emblema de la victoria y se llevaba en las procesiones triunfales. Para la Iglesia cristiana se convirtió en símbolo del triunfo del mártir sobre la muerte.
Como siempre, Pedro aparece con las llaves de las puertas del cielo y sostiene, igualmente, un libro de la sagrada escritura; se sitúa en posición central, al igual que san Jerónimo, a su derecha. Es costumbre que, en los lienzos donde aparecen varias figuras, la que quede en el extremo izquierdo cruce su mirada con el espectador; aquí san Pedro dirige hacia abajo sus ojos. En todo caso, es llamativa la escasa interacción que se da entre los santos.
En cuanto a Jerónimo, uno de los Padres de la Iglesia y traductor de la Biblia al latín (la Vulgata), se nos muestra aquí leyendo, en alusión a su erudición; Santa Catalina, a la que identificamos por la rueda rota en la que apoya una mano, era muy popular entonces (su atributo se refiere al modo en que intentaron darle muerte hacia 300 d.C.; la ataron a unas ruedas armadas de púas, un instrumento de tortura concebido para ella. Dios intervino y destruyó el aparato con un rayo, por lo que tuvieron que decapitarla). Por último, Lucía, otra santa popular en el sur de Europa, sostiene un plato que porta sus ojos: según distintas versiones, se los sacaron durante su martirio, en las mismas fechas que el de Catalina, o se los sacó ella misma para resultar menos atractiva a los hombres después de que un juez la enviara a un burdel. Aparece muy iluminada, como corresponde a su nombre (del latín lux).
Menos de una década después, en 1514, realizaría Bellini una conversación en absoluto sacra que actualmente se conserva en la National Gallery of Art de Washington: El festín de los dioses. A primera vista, parece un grupo de hombres y mujeres disfrutando de comida y bebida al aire libre, y en el camino de algunos flirteos.
El veneciano llevó a cabo este trabajo, uno de los pocos suyos de tema no religioso, para la misma cámara ducal de Ferrara para la que Tiziano elaboró obras como Baco y Ariadna; así, solo podrían interpretarla adecuadamente quienes conozcan los textos de Ovidio, dado que esta escena se basa en un incidente que el autor romano cuenta en sus Fastos, un poema dedicado al calendario justamente romano.
Estos hombres y mujeres, en realidad, son dioses: a los ochenta años que entonces tenía, Giovanni Bellini pintó un banquete divino que el propio Tiziano reelaboraría después (volviendo a pintar la mayor parte del paisaje). Repasamos la historia: una noche, la ninfa Lotis recibió la visita de Príapo mientras dormía (se le tiene por el dios del falo legendario y se había enamorado de ella). Cuando se disponía a tocarla, el asno de Sileno, compañero eterno de Baco, rebuznó despertando a todo el mundo, de modo que Lotis pudo zafarse del acoso de Príapo que iba a llegar y, de paso, provocar la risa entre el resto de los dioses que no andaban lejos.
La figura que culmina la composición a la izquierda es un sátiro, mitad hombre y mitad macho cabrío, un ser de la mitología clásica que aquí lleva una jarra de vino, realzando el ambiente general de la escena, en la que se hace evidente que los presentes han bebido mucho, sobre todos los varones. La acción principal, en todo caso, se ubica del todo a la derecha: Príapo, que se apoya en un árbol, toca el vestido de Lotis, dormida. El siguiente paso será que el asno que vemos a la izquierda, no lejos del sátiro, rebuzne y le estropee el plan: Bellini, en definitiva, ha elegido pintar el instante que precede al punto culminante de esta historia. Los personajes principales se sitúan al margen del grupo central, en tanto que la imagen se explaya en el banquete de los dioses.
En dicho banquete, encontramos a Baco llenando un recipiente de un barril, y tras él, sentado, a Silvano, dios calvo de los bosques. Un hombre con casco se apoya en ese barril y sostiene una varita extraña: se le ha identificado con Mercurio, dios del comercio. De pie contemplamos a un sátiro y una ninfa, aquí sirvientes; a Júpiter, que bebe delante de ellos de una copa de plata; y, justo detrás de él, a Cibeles y Neptuno, este último incapaz de tener las manos quietas. No conviene olvidar a Apolo, que suele ser modelo de belleza masculina pero aquí parece más bien un enano borracho.
Es de suponer que Giovanni Bellini vivió siempre en Venecia -solo se sabe de un traslado fuera de la ciudad para trabajar en Las Marcas-. Pertenecía a una familia de artistas, ya que su padre, Jacopo, y su hermano Gentile eran también pintores y con ellos efectuó sus trabajos más tempranos; fue uno de los renovadores que comenzó a incorporar el óleo en sus pinturas con el consiguiente abandono del temple. Su primer gran trabajo como pintor independiente se fecha entre 1464 y 1469, sería el políptico de san Vicente Ferrer, y en adelante su prestigio creció y creció; inició en 1479 la decoración de la sala del gran consejo del Palacio Ducal de Venecia -que continuó a lo largo de toda su vida-, llegando a ser en la década de 1480 el pintor más célebre en la ciudad.
Abierto a las novedades, no dejó de evolucionar: partiendo de la tradición gótica y bizantina, esenciales para la pintura veneciana, recogió las innovaciones de su padre, Jacopo, y de su cuñado Andrea Mantegna, además de observar la pintura flamenca importada a la ciudad, las aportaciones de Antonello de Messina o la eclosión de Giorgione. En general, dio a las formas de sus figuras cualidades esculturales, trazó con suavidad sus contornos, prestó atención a los detalles del natural y atendió al drama humano de sus personajes, avanzando hacia una fluidez creciente tanto en el modelado como en la paleta.
En sus obras devocionales, como el mencionado retablo, procuró conectar íntimamente al espectador con el hecho religioso, mientras que imágenes como El festín de los dioses prueban su interés por la literatura clásica, fundamentalmente en su etapa de madurez. Dado su éxito en Venecia, fue rara la vez en que trabajó para comitentes de otras ciudades.
BIBLIOGRAFÍA
Anchise Tespestini. Giovanni Bellini: Catalogo completo. Florencia, Cantini, 1992
Patrick de Rynck. Cómo leer la pintura. Electa, 2005